miércoles, 28 de diciembre de 2011

Expatriados


Haciendo justicia a la llamada “Memoria Histórica”, y tras  finalizar esta semana la ley que permitía  a  los nietos de emigrantes nacidos en otras tierras el derecho de  obtener la nacionalidad de sus abuelos desplazados, en Venezuela hoy  15.000 personas son, con todos los derechos constitucionales, españoles.
El  hecho merece unas líneas de vetustas reminiscencias al socaire de un justo homenaje hacia aquellos desplazados del “éxodo y el llanto”, que ahora  reciben igualdad en la sangre y saliva de sus nietos.
Hombres y mujeres venidos hace muchos años a esta tierra desde los confines del mundo haciendo así de Venezuela el malecón de la ilusión, se hallan legítimamente, muchos años después,  recompensados.
Días pasados, un grupo de ellos se reunieron intentando sostener la tan esperada utopía vuelta realidad. Algunos llevaban en las manos hojas secas de albahaca, tomillo, laurel. También ramalazos de sus lejanos promontorios, lugar del  que  partieron un día con  deseo de  resistir los vaivenes del alma.
Uno mismo acudió a reencontrar su pasado, los días brumosos en que apenas había un lugar donde doblar la cabeza y esperar la llegada del alba.
En cierta forma  sobreviví, tras la posguerra, escribiendo febrilmente en las cuatro páginas del pequeño periódico provinciano. En ese tiempo aciago venció la furia y el terror. Estábamos desnudos, derrotados. Ya no  teníamos ni  siquiera las palabras
Media Europa intentando sobrevivir –españoles, italianos, rusos, portugueses, polacos, rumanos, griegos, magiares - remontando los años cuarenta, tuvo que enviar a cientos de personas a los países latinoamericanos y así hacer frente a la ardua crisis económica de la posguerra. Si alguien mató el hambre ha sido esta heredad, y con el dinero enviado, se ayudó a la reconstrucción de docenas de  pueblos en la cuna de la civilización occidental.
A cambio, Venezuela y otras naciones iberoamericanas  recibieron  un crisol humanístico de una solidez incalculable. El país de Simón Bolívar, Francisco de Miranda, Andrés Bello…  se hizo abierto, unió sus valores intrínsecos con los forjados a lo largo de los siglos en los conventos, universidades y cortes del continente de la cruz y la espada.
Nueva casta mezclada con muchas otras, siempre ahí, imperecedera madre de  raíces insondables.
Es irrefutable: se  emigra por incontables razones, no obstante  casi siempre  en pos de libertad.
Las personas, cuando sienten tronchado su libre albedrío,  parten con lo puesto igual a gaviotas sin destino. No les importa el terruño, solamente desean comenzar a vivir y respirar de nuevo.
La mayoría de expatriados, ya en la edad cansina, no podrán  irse nunca, se quedarán varados, convertidos en sombras y olvidos quejumbrosos.
 La existencia es un drama. Alguna vez se cristaliza en sainete o tragedia, y en esa puesta en escena, la emigración  sigue siendo el libreto duro de aprender. Posee un sabor a   salitre y se cobija bajo noches cuajadas de aspavientos.
El  esfuerzo colmado de obstáculos no se ha perdido, y a sabiendas de que la mayoría de la diáspora   están bajo tierra caliente a orillas del Caribe, sus nietos seguirán matizando cada una de sus historias asombrosas,  narrando anhelos idealizados y sintiendo el sonido  de un corazón español hasta el mismo  tuétano.

viernes, 23 de diciembre de 2011

13 años perdidos



 
En diciembre de 1998, tras una campaña admirable con visos de renovación política y una nación agrupada tras su figura entonces enjuta y seca, Hugo Chávez gana la presidencia de Venezuela  envuelto en una batahola de renovadas esperanzas.
Había fenecido un viejo tiempo ajado y revoloteaba otro nuevo; hoy, a 13 años del suceso, y ante una revolución fatalista imbuida en un poder egoísta, el país se halla tajantemente dividido, macerado de odios, y lo más sombrío: sin perspectiva de reconciliación nacional.
Ese diciembre le escribí al flamante presidente electo una misiva. En ella había ilusiones matizadas de lo poco que aún creía tener: confianza en el futuro.
Evaporada más de una década, rotos los sueños, hechas pedazos las utopías, la aprensión nos ahoga de tal forma que debemos decir parafraseando a Ortega y Gasset ante el debacle de la II República Española por la que había afanado hasta auparla  sobre el  poder idealizado: ¡No es esto, no es esto!.
 Ese vaso agridulce lo lleva hoy a los labios el pueblo venezolano. En aquella epístola escrita al calor de la utopía, le hablaba de los libros que debiera tener a mano en noches de insomnio, sobre el tálamo de su nuevo aposento en el patio del pez que escupe agua, con el deseo de ayudarle a aventar la adulancia, reconocer la fragilidad humana y mantener el sentido del deber por encima de las ambiciones propias.
¿Y la razón de hablarle de libros? Sincera: la firme creencia en que poco se consigue fuera de ellos, y también con el deseo de no andar a  tientas entre los vericuetos de la acongojante existencia.
Siempre hemos pensado, y otros lo hicieron antes, que para el hombre de razón los libros son riquezas inestimables.
Cicerón lo expresa con certeza: Las ciencias y las letras son el alimento de la juventud y el recreo de la vejez; ellas nos dan esplendor en la prosperidad y son un recurso y un consuelo en la desgracia; ellas forman las delicias del gabinete, sin causar en parte alguna estorbo ni embarazo”.
Una de las obras aconsejadas es un volumen de permanente presencia para quien detenta el poder. Se trata de Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar, la extraordinaria autora de Archivos del Norte. En sus páginas subsiste  la saga de una pasión, unas vivencias y unos triángulos de hechos históricos  cuya esencia traspasa toda una época.
En las notas finales hay una frase perdurable de Flaubert que acompañó durante media vida a Yourcenar: Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún, hubo un momento único, desde Cicerón a Marco Aurelio, en que solo estuvo el hombre.
Han trascurrido 13 años y  ese ilusionado camino, que también era  el nuestro, se hizo añicos, sombras, nada.
Miro hacia atrás en esta hora nona, y la luz de aquella hermosa amanecida decembrina  se convirtió en borrasca, camino sin futuro, apremiante desasosiego.

Aguas de rosas




Se acerca a mi ánimo y susurra  como si leyera sobre la  piel desmembrada. Ella me entrega una nota con sabor a sándalo; la recibo y la guardo para leerla después a escondidas.
 “Roca era tu corazón en los comienzos, pero yo arremetí, /  y poco a poco lo quebré con el martillo de la esperanza, / y encontré suave arena de dicha y allí anclé, / y brotó el agua artesiana del amor”.
Las voces  eran del juglar  Pablo Liasidis, el mismo que trenzara toda su obra en lengua chipriota griega, la isla de la perpetua bajamar y tan sarracena ella sin saberlo.
Las palabras de la galanteada tal vez comiencen a hacerse herida y los ensueños, antaño sueltos y vivarachos, empiecen a volverse tristeza u olvido.
No es cierto que el amante posea anhelos libertinos perennemente. La subsistencia desgasta, seca, duele de tal manera que todo en nuestro interior se vuelve una mixtura de hematomas, un camino serpenteado de dolores donde antes existía un pozo de ilusiones.
Es pasada la cosecha cuando el tiempo inapelable nos alcanza y nos enfrentamos con cada uno  de los espectros de nuestra fortuita existencia. A partir de ahí las noches se hacen largas, la fosforescencia parece esconderse, y sentimos como el fresco de la tierra se fue amoldando entre los huesos, ahora mucho más quebradizos.
Oculto en la vereda, vuelto hastío y dobleces, te contemplo al trasluz  de un tiempo rasgado; es lo mismo que cuando llega la fiebre, duele la piel y hay gotas de sudor hasta en el aliento.
 Por esta época, hace añales, ambulando lejos de estos vapores del trópico, a la orilla del río  Duero, por el camino  a la ermita de San Saturio, entre olmos grises con iniciales y fechas de enamorados que cantó en versos el poeta de la  Laguna Negra, me quedaba horas bajo los arcos de la concatedral, mientras contemplaba una torrencial lluvia como nunca he vuelto a ver más.
Cuando Eurípides  pidió no derramar  lágrimas nuevas  sobre penas antiguas, destapó el frasco donde se mezcla la esperanza con unas gotas de agua de rosas, ese bálsamo que los pueblos árabes dan a los enfermos del alma.
Retomo el manual de los poetas griegos,  y Takis Varvitsiotis, venido de Salónica, canta desesperado entre angustias filosas y romero marchito:
 “El libro cerrado, el violín dolorido, / o un ángel roto que vela. / Donde estáis mis manos de niño, / me olvidasteis. Mas no puedo, / ojos ya no tengo para llorar. / La lluvia se limitó sólo al jardín.”
Mirando tras los visillos de la ventana presiento la cercana partida, mientras las pesadas  alforjas se van llenado de hálito, céfiro y olvido...
Voy  manoseando sin tino la estantería de los libros. Ella los tocó, los abrió y los leyó muchas veces. Era el tiempo de la calma, el sosiego recóndito, los días languidecidos y sin fin. Algunas veces amanecía esplendorosamente y al momento ya era de noche. El tiempo no contaba.
 La miraba, y la luz se hallaba toda dentro de ella. Era cual una tea incandescente.

Absolutismo criollo


No soy politólogo, tampoco estudioso de la conducta social; me considero meramente observador de  la compleja situación  de Venezuela, país en  que moro desde hace 35 años, y en el que -  tratándose de una  política irreflexiva sufrida en estos momentos -  percibo variopintos aspectos de la retorcida conducta humana.
 Al decir de Montesquieu, el padrastro de “El espíritu de las leyes”,  – la madre sería  la ley natural -, el principio de todo gobierno son las pasiones humanas: “El de la monarquía, el honor, y el del despotismo, el temor”.
 Hoy poco lectores, tras haber  leído “El espíritu…”,  dejarán de sentir una  impresión de asombro al ver  cómo un libro que no lo es propiamente, sino materiales sueltos para una verdadera obra, haya podido alcanzar una reputación tan vasta.
Haciendo una hipérbole comparativa, sucede igual en política con Hugo Chávez, personaje al que el destino hizo una aberrante jugarreta: al impedirle ser un histrión  de escenario con ramalazos de genialidad, se  convirtió en un ser ofuscado, debido a que un pueblo ávido de hallar  un “salvador” se topó con el  soldado al que la lectura desordenada le llenó la cabeza de ventoleras y aspas de molino.
No hay enmienda: la historia es lo que es sin forma de cambiarla.  No obstante pudiera hacerse algo: comprenderla, y en lo posible aprender de sus equivocaciones.
El  inmediato presente está  lleno  de aprensión a menos de un año de las elecciones presidenciales, momento en que la responsabilidad general, si la hubiera, debiera liar los bártulos de esta ventolera e impedir en las urnas  que el torbellino imperante termine controlando fatalmente la sociedad.
Venezuela, tras  13 años de un gobierno autoritario y cada vez más implacable con las libertades, intenta a toda costa implantar el Socialismo del Siglo XXI, una entelequia que  en opinión de  Jerónimo Carrera, un histórico del Partido Comunista, “es una forma de engañar a incautos”.
El Comandante presidente  tiene una obsesión enfermiza: ser coronado con el título de  “Yo el Supremo”, y ante ello exclama  cual monarca absolutista francés la frase atribuida a Luis XV: “Después de mí, el diluvio”. Incontestablemente se espera que no acontezca esa barbaridad patológica.
En medio  podría venir - Cristo no lo permita -  un  aluvión entre rayos y centellas al ser la situación política actual insostenible.
Un día sí y otro también arma espectáculos dantescos cuyas paradojas  resaltan las analogías demenciales de las que hablaba Ramón del Valle-Inclán en “Tirano Banderas”. Chávez solamente es superado por él mismo. Es el Alfa  y el Omega de las cabriolas lingüísticas, con un exclusivo catálogo de insultos, injurias, insolencias e improperios al por mayor contra la oposición democrática.
Y así,  en esta seudo revolución incapaz de hace algo sostenible, a no ser la corrupción de los jerarcas de la nomenclatura, el país se cae a pedazos, se ahoga a la empresa privada, se importa el 68 por ciento de la comida, los pobres reciben limosnas –subsidios del gobierno, no trabajo-, mientras más de 15.000 personas,  hasta el mes de octubre, han sido asesinadas  a manos del hampa, y eso hace que salir cada día a las calles forme parte de una especie de “ruleta rusa”.