jueves, 26 de diciembre de 2019

Ciudad de agua y crisálidas

En el Vapporeto por el gran canal, Venecia






Todo lo que circunda  la vida humana a partir de la existencia en el vientre materno,  es agua,  y cuando la ternura amorosa se rompe en pedazos,  la  envolvemos en lágrimas  con sabor a salitre.

Existe un  relato increíble, llamado “Máscaras venecianas”, construido de una forma admirable por Bioy Casares, el cual  se hace una de las mejores descripciones de esta algarabía nacida en la Edad Media, en el que antifaces, sugestivos desfiles, bailes asombrosos  y ostentosos banquetes, abren  y gozan el espectáculo del Rey Momo.

 La ciudad de los Vénetos del siglo XII República Serenísima o la de las Mil Caras, con sus góndolas, plazas igual a  malecones renacentistas sobre el mar como la de San Marcos, la urbe tan amada por Thomas Mann o el cineasta Visconti, cuando llegan estos días cuaresmales en el calendario cristiano, se trasforma en  crisálida y se vuelve pagana, bacanal, risueña y… sublime.

 Aquellas viejas ceremonias romanas en honor de Baco y la diosa Cibeles,  o las fiestas celtas del muérdago, se han recubierto ahora de comparsas, desfiles y cientos, miles, de las más hermosas máscaras que la imaginación haya podido  crear.

 Venecia, durante los días de carnaval, es la parodia permanente y lujosa de una ceremonia inigualable perdida en la noche de los tiempos, en el que se confunden rituales civiles y sacros actos religiosos.

 Arlequín será una vez más el rey de la francachela, del placer mundano, mientras todas las palomas de la ciudad, ante el sonido permanente de las campanas, tambores, cornetas y panderos, huyen hacia las marismas cercanas del Puerto de Malamocco o se esconden temblorosas entre las cornisas de los palacios, cuyos estilos van del románico al véneto-bizantino, pasando, entre hornacinas, del gótico al barroco.

 Desde la isla de San Giorgo Maggiore, se contempla y casi se toca con las manos la plaza de  San Marcos. En medio, los gondoleros - todos con el rostro cubierto con una máscara blanca - comienzan a cantar. Es el anuncio primogénito. El “Rey Momo” ha llegado y con él la alegría desenvuelta del más fastuoso carnaval del viejo continente.

Posiblemente ninguna metrópoli sea tan fabulosa y magnífica como ésta levantada sobre pilotes y semejante a un laberinto reposado sobre una laguna.

Una hermosa leyenda cuenta que los orígenes de Venecia se remontan a la mitad del siglo V, cuando las poblaciones vénetas, presionadas por la invasión de los longobardos, habrían dejado la tierra firme para transferirse a las “inhabitadas” Islas de la Laguna. Así, los refugiados hicieron barcas planas para desplazarse sobre las aguas poco profundas, y construyeron casas sobre pilotes con piedras transportadas desde la península.

La presión ejercida por los bárbaros fue lo que hizo reunir a los habitantes de la laguna en el centro de las islas alrededor de Rivoaltus. Allí nació Venecia; la ciudad que desarrolló y monopolizó el comercio marítimo de la ruta Oriente-Occidente, convirtiéndose a través del Adriático y el Mediterráneo en una potencia financiera, cuyo control llegó hasta Bérgamo y el Po, llevándola a enfrentarse al Imperio Romano y al Vaticano.

Venecia ha sido siempre refugio de idealistas y  mezcla de dos mundos: el bizantino y el romano. Inmortalizada por escritores, pintores, poetas y músicos, hay quienes aseguran que la palabra Venecia proviene del latín, y significa, ven de nuevo.

 Ahora bien: a pesar de la frecuencia con que se regrese, se verán nuevos paisajes con diferentes matices de  belleza.

 

 

Esos amados libros




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Con el ir de los años y un poco más de sosiego sobre la propia vida, leemos libros como si intentáramos recuperar el tiempo perdido.

 Si bien no recordamos haber dejado de avizorar un libro  comenzando en la infancia, es ahora cuando conscientemente nos vamos dando cuenta de lo poco sabido. La clásica frase de Sócrates: “Solo sé que no sé nada; pero procuro saber un poco más”, tiene en nosotros una realidad certera.

En una noche cercana  - poseemos dos bellas ediciones de la Colección Austral - volvimos a introducirnos en las hojas de “La vida de las termes”, ese sorprendente tomo – pasmoso por su actualidad aún  habiendo sido escrito a principios del siglo pasado -  cuyo autor es  Mauricio Maeterlinck, el creador de la obra – obtuvo  el Premio Nobel de Literatura en 1911-    “L´Oiseau Bleu” (El pájaro azul).

 Del escritor belga nacido en  Gante, ya conocíamos en esa misma estructura “La vida de las hormigas” y “La vida de las abejas”, trabajos de una naturalidad admirable, comparable a la de cualquier experimentado entomólogo.

  Boot  de Condillac, filósofo francés, creador de la escuela sensualista, decía que  “el secreto del escritor está en saber comprender la armonía”.

Y en eso pensamos repasando al poco conocido autor ruso Tchinguiz Aitmatov.

Cuando el invierno era inclemente en las heladas  tierras de los kirguises - el grupo de los turcos mongoles dedicados a la vida pastoril en la Kirguizia – escribió un  texto corto llamado “Yamilia”, comparable a nuestro parecer  con “El prado de Bezhin” o “Kasian, el de las tierras bellas”, refulgentes cuentos de Iván Turguéniev.

La obra es la lucha de un amor, una familia y una tierra. Asimismo un poco de ganado y unas duras tareas agrícolas. Es decir, el camino de la difícil felicidad humana en los tiempos del Soviet.

 En esa época Rusia iba desde los Cárpatos a los Urales con su tundra repleta de duros pinos, fértiles llanuras hacia el Sur abrazando los campos semidesérticos con hombres y animales  famélicos.

Cuando  se alzó el Estado comunista  - siendo olvidando el humano de sangre y huesos -, había comenzado en cierta forma el  desmoronamiento del país, aún quedando a tras  las dolorosas luchas entre los boyardos, los mujik y los siervos.

En la actualidad los  turistas llegados  a las ciudades rusas poco sabrán de Yamilia, Aimatov y quizás sí algo de Iván Turguéniev, Borís Pasternak, Mijaíl Bulgákov, Anna Ajmátova, Marina Tsvietáieva e Isaak Bábel. Es decir,  de  aquellas penalidades insondables. Lo enunció la admirable Ajmátova autora de  “Poema sin héroe”: “Yo he estado siempre con mi pueblo, donde mi pueblo estaba siempre por desgracia”.

En esos instantes el amor de Yamilia, igual al de  Antígona - símbolo inequívoco de la mujer hostigada – se alza entre abedules helados.

 Es permisible – y Mauricio  Maeterlinck lo cree -  que las comejeneras, las ciudades de los termes,  tengan mucho que enseñar a la raza humana.

Mientras, hasta que eso llegue, intentemos seguir leyendo libros.