sábado, 27 de abril de 2019

Muchacho de rostro bermejo


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Hacía poco más de treinta años – la vida de un hombre, más sus sueños – no  regresaba a la ciudad de Burdeos. Lo hice  aquella vez lejana como los viejos saltimbanquis, siguiendo la ruta de antañosos juglares o comediantes, para representar con un grupo de jóvenes ilusos (y en aquellos tiempos serlo era vivir) la obra lorquiana “La casa de Bernarda Alba”.

Uno formaba parte del coro que jamás se ve, pero presente, como el olor a macho, durante toda la dramática representación. Inventamos una letra para darle un fondo doliente de coro griego. Hemos olvidado muchas cosas a lo largo de esas tres décadas, pero no aquellos versos:

“Abrid puertas y ventanas / las que vivís en el pueblo, /el segador pide rosas / para adornar su sobrero.

 Y he aquí que hace un par de semana, regresando de Milán, muy de mañana, estaba éste peregrino por estas tierras de Aquitania, cara al Garona, sobre la barandilla del Bulevar de Luis XVIII, contemplando, entre espesa bruma salida del río, a aquel muchacho de rostro bermejo y asustado, pero ante todo asombrado, pues Francia era entonces el anhelo de cualquier adolescente de la España de charanga y pandero. En aquellos días de los últimos sopores de la posguerra civil, toda esperanza era poca para poder cruzar los Pirineos. Tan profundo era ese deseo, que tardamos seis meses en regresar. Fuimos de pueblo en pueblo, como gitanos ambulantes o trovadores sin oficio, hasta llegar a París. Desde entonces, sin que la ciudad lo sepa, Burdeos es el primer camino de vericuetos tatuado en mi alma.

Escribió el dramaturgo:”Tome Versalles, añádale Amberes y obtendrá Burdeos”. Esto, con un buen vino de Chateau Haut-Bergey, entre los muchos macerados a todo lo largo del valle de Dordoña y de tanto gusto a Francisco de Goya, puede reflejar la idiosincrasia de esta urbe monumental levantada sobre piedras hecha historia.

 El pintor de los negros fantasmas cuando, huyendo por caminos de Dios y  Leviatán, se escapo de la represión absolutista española y estuvo por estos lares, plasmó, como homenaje a una tierra campesina hasta el tuétano, un lienzo. El mismo está  hoy en el Museo del Prado y  se titula “La lechera de Burdeos”.

  ¿Y que hicimos allí? Oficialmente visitar el amplio  complejo industrial de Dassault, donde se diseñan, bajo una alta y diversificada tecnología, los conocidos aviones cazabombarderos Mirage y otros reyes del cielo, entre ellos los trireactores Falcon, aunque la verdad es una: en pos, como Prust, del tiempo perdido, buscando el pasado en estas calles y plazas para  sentarse, aunque sea por un par de horas, en el “Café Francais”, frente a la plaza  de la catedral de San Andrés y así poder recodar retazos de un  espacio que en alguna parte de mi mismo se niega a morir.

Ya en la noche, camino de la estación de Saint-Jean para regresar en  un tren  de alta velocidad a París, nos paramos unos minutos frente al Gran Teatro, sin duda uno los más bellos recintos de Francia. Rodeado exteriormente de impresionantes columnas, tiene en su interior una escalera muy parecida a la de la Opera parisina. Por ella subió aquel tembloroso jovenzuelo asombrado de todo el refinamiento al estilo Luis XVI, para contemplar la obra del poder, las ambiciones y las dudas: “Velpone”.

 Bajamos a la orilla del río  cruzando la Plaza de Jean Jaures para ir por sus orillas diciendo a dios a la ciudad de  las primeras querencias, presintiendo que será la última vez, ya que  Burdeos, para dolencia del escribidor, está a desmano de todos nuestros senderos que antaño fueron enternecidos y ahora ya son escasos y poseen sabor a tierra  húmeda  labrada.