sábado, 18 de agosto de 2018

Recovecos de la brisa


Cudillero Puerto Asturias Puerto Cudillero

Durante aquella lejana época solía escribirte casi todos los días. Era el cinta umbilical de la pequeña vida pueblerina. Te dejaba la carta tras la pila  bautismal de la iglesia romana con nombre santa Cordelia, virgen gótica.

Cada final de mes el papel,  hecho de  pasta de arroz, se hacía con la planta Artemisa que la abuela traía de la ribera del río.

Decía ella que ese arbusto oriundo de las civilizaciones mediterráneas,  crece en muchos rincones de la Europa arcaica.

El fin de semana estuve leyendo a uno de los autores más desconocidos de toda la literatura europea: Leonid Tsypkin, que se pasó toda una vida describiendo un viaje de  Fedor Dostoiesvski con su tormentoso amor, Ana Grigorievna, por la ciudad y las aguas termales de Baden-Beden, mientras el escritor ruso se  jugaba la vida entre naipes en las mesas del casino.

Y ojeando esas páginas recordé, por esa superposición de las ideas escondidas en algún pliegue de la piel, que vivir, aún siendo silenciosamente, es cuesta muy empinada, pero si a nuestro lado está la compañera, la amiga en la que hemos depositado cada una de las sensaciones más recónditas, todo será  más llevadero.

A ternura de esa comprensión, el juglar de los enredos del alma, cuando pasaba a nuestro lado expresaba con sapiencia: “Jamás hay que ser el primer amor de una mujer, sino el último”.

Lo recordamos bien: Te entusiasmaban por aquel entonces los vientos alisios y los copos de nieve. “Moriré  - decías – sobre ese manto de armiño”. Y siempre te respondía: “Un día vendrás conmigo para conocer  esa blancura fría”.

Y esperaste ese viaje, y con la espera, por algún pliegue del alma, se te fueron los deseos de viajar, pues ya tenías todos los caminos, senderos, catedrales, fondas, claros valles, puentes y ríos frondosos, en la retina de tus ojos, grandes y azules cual el mar de la esperanza.

Los años, que nada perdonan, nos hicieron un ovillo de sensaciones vagas. Un día, posiblemente gris, te alejaste como la bruma,  de la misma forma que las sombras. Fue por poco tiempo, quizás te acostumbraste al calor de mis palabras.

Al  verte entrar nuevamente en la casa, todo se llenó de alegría, y pensé, viéndote tan cerca nuevamente, que aunque escapemos uno del otro, la esencia de nuestro afecto subsistiría en las paredes de esta vereda, entre sus árboles y los recovecos de la brisa.

La existencia es empinada, pero si a nuestro lado está la cómplice de las cuitas profundas, la amiga en la que hemos depositado cada una de las sensaciones interiores, todo será  más llevadero.

Así lo fructificó Dostoiesvski, y ese viaje a Baden-Baden en compañía de Ana Grigorievna, lo cambió para siempre. Allí escribió una obra inmortal: “El jugador”.