domingo, 23 de julio de 2017

Era un país para querer



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La Declaración de los Derechos del Hombre promulgada en  la Asamblea Nacional Francesa en 1791, base de las Constituciones democráticas  europeas, en su  enunciado  No. II  se lee textualmente: “El fin de toda asociación política es la conservación de los valores naturales e imprescriptibles  del hombre y la mujer.  Sus derechos son: la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión”.

Esto reafirma que cuando la ética se  desvanece bajo el poder absoluto, quien lo posee precinta la sociedad hasta alevosas alturas. 

A partir de ese instante malévolo, la separación de poderes constitucionales  brilla por su ausencia, al estar cada uno de ellos bajo su propia égida, y ese “valer sin límites” obliga a ser injertado en un referente de legalidad falso; cuando  esto suceda, el mandamás no necesitará otra legitimidad que la suya propia.  Hablará en ese instante en nombre del pueblo sin el pueblo y fusionará en sí mismo  cada uno de los slogans que moldearán su figura en los resortes de la llamada “patria reaurgida”.

Nada nuevo, aunque sí espeluznante, al  ser el conocido grito de Hess en la gran manifestación de partido nazi en 1934 a favor de Hitler.

 El caudillo, jefe del Estado en ese instante,  lo será igualmente del partido, gobierno, fuerzas armadas y todo a la lobreguez y  designio del Comandante-Presidente.

Cada acción  de dominio requiere un impulso de combate, y el líder lo  enunciará con vehemencia para que nadie pueda tener un resquicio de duda.

El desaparecido Hugo Chávez lo expresó con palabras florentinas  al forjar la Constitución de la República Bolivariana: Su páter ideológico poseía una inteligencia inherente.  A los escasos que le asediaban les dijo: “No tengo, es lamentable, un adversario con el que uno pueda sentarse a conversar de política; si así fuera,  yo no tendría problema en hacerlo”.

 Tampoco  le cruzó por su entelequia de que alguna vez lo haría. Ni  lo intentó. El ordeno y mando castrense era su único lema palmario. Fidel Castro, el día que  los intelectuales cubanos empezaron a  hacer gallitos de libertades, los cortó de cuajo al lanzarles estas inclementes palabras: “Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, ningún derecho”.

Había nacido el “Caso Padilla” y la ruptura entre dos autores ilusionados con aquella marabunta ideológica ya de claro aire marxista: Gabriel García Márquez, se quedó,  Mario Vargas Llosa, hizo sus valijas.

En Caracas Hugo Chávez primero, y ahora Nicolás Maduro, abatieron el coloquio con sus contrincantes ideológicos. Todo ego emanado del poder ofusca,  y eso ayudó  a olvidar que una de las cualidades  que hizo al hombre quinientos años antes de la era cristiana humanista, fue la singular costumbre de la conversa.

Sin esa condición  prodigiosa la cultura occidental sería inconcebible, y  la palabra diálogo, peana de una habilidad responsable,  se vuelve hueca, vacía y sepultada. Siendo así,  que la Venezuela de ahora mismo se halla introducida dentro de un nublo peligroso.

Chávez subrayó en infinidad de ocasiones que él no tenía contrincantes ideológicos, sino  enemigos, y con ellos,  plomo parejo. Su revolución fue armada y él un animal de guerra, un soldado, como le agradaba decir. Ni pedía ni daba cuartel. Se sentía guerrero elegido en cónclave divino por los dioses.

Pronunció una frase agorera  obtenida en algún viejo texto sobre la guerra,  que le retrataba de cuerpo presente: “El líder no se somete a las masas, sino que actúa de acuerdo con su misión. No adula al pueblo ni lo ama. Duro, implacable, toma la espada tanto en los buenos días como en los malos”.

Todo mandamás de turno, cuando cree haber logrado la obediencia absoluta, lleva al país que gobierna   al degolladero. La historia venezolana está  colmada de esos  magros sucesos.

La situación de la nación,  dramática ahora, es el  reflejo de un enfrentamiento épico cuando la responsabilidad está huera de valías republicanas.
Es incomprensible que una heredad de portentosas riquezas y con un pueblo altamente preparado, haya podido llegar  a la apesadumbra situación en que se encuentra hoy.

jueves, 20 de julio de 2017

De Troya a Macondo


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En ese tiempo nos encontrábamos en la mediana edad de nuestra  vida y  la mayoría de los anhelos seguían intactos.  Sentados bajo los capiteles del templo dedicado a Artemisa en la ciudad de Éfeso, mirábamos  cambiar la luminiscencia del día, y así, tras una brisa,  venía un manto de sombras, ahora granas, ahora grises. Al anochecer el viento era suave y henchido de nostalgia.

Las cercanas rocas de mármol nos llamaban con voces  y sonidos de flautas.  Allí nos hicimos disminuidos ante la armonía musical que penetraba  por nuestros ojos  y era vedada a los oídos.

Con  ese equipaje mitológico cada hombre, mariposa o criatura proteica, es una copia caprichosa de la memoria cuando a ésta la cubre una neblina traslúcida que parecía salir del agua.

Recordamos la palabras de Heráclito de Éfeso: “Nadie se baña en el mismo río dos veces”,  de la misma forma que sin los versos de Homero – al decir de Solón en las páginas de “Troya”  descritas en  la novela de Gilbert Hafez -  nos hundiríamos  en la más completa incultura.

Realizar ese viaje a la ciudad del conocimiento  occidental o leer la novela, deberíamos hacerlo aunque fuera una sola vez en la vida. Igualmente ir a Roma, Jerusalén o La Meca. Si lo consiguiéramos, hallaríamos las raíces de nuestra peculiaridad como seres compasivos. También la vena religiosa, aunque esto sea ya  una ecuación púdica  particular de cada uno.

Sobre la epopeya narrativa  confluida en Ulises, Paris y Aquiles, el Mediterráneo es una mundología de fondo. Es más, la cultura de ese entorno civilizador surgió en allí. Igualmente la filosofía, las humanidades, La Biblia y El Corán,   los dioses paganos, el amor como motor de las pasiones y hasta las brutales  guerras manaron en esas orillas. Su arena fina cercana a los madroños, palmeras, naranjos, pinos negros, lirios, alhelíes, claveles, olivares y  lantanas, envolvía por igual la  crueldad y la ternura. Las ideas, el mito, la prosa, el teatro y la poesía se hicieron urbe mientras se despedazaban  olas ariscas contra los acantilados. Con el mismo ímpetu llegaron en bandas pasmosas la cosmología y  la “politke”.

 Cuando llegamos al Caribe y  leímos hace ahora 40 años “Cien años de soledad” – está al cumplirse el medio siglo de su publicación en Buenos Aires tras un periplo dificultoso -  descubrimos con pasmo otra dimensión, en  que el asombro era un portento,  al igual que  la magia, el sortilegio, la alquimia y la irisación perturbadora de la ciénaga. Desde entonces necesitamos un poco menos a Ulises.

Macondo - la Troya moderna -  era un pueblo marcado por la fantasía y el tiempo imperturbable, donde había unos gitanos vendedores de todo lo imposible y un  cambalache de personajes  en cuyo epicentro una mujer, Úrsula, era la representación genuina del matriarcado ginecocrático, el cordón umbilical de una historia interminable donde la pasión envolvía  cada acto de la realidad circundante en una marisma sexual y violenta.

Con  ella uno entendió a la mujer como una cadena invisible, palpable y real, cuya razón de ser  reafirma la relación física y la descendencia según principios estáticos.

Es demasiada hembra y da miedo. Con una sola mirada se posesiona de todo: piedras y almas.

  Ella, personaje central de la novela de García Márquez, es  segmento integral de una ceremonia de iniciación esotérica, pues  en la trashumancia de luz, sombra y adivinación, la mujer renace en círculos de efusión, demencia y arrebatos, de tal forma que sus  alucinaciones son parte íntegra de la realidad, tal como la agorera troyana Casandra.

Sobre ese equipaje sobrenatural y mitológico, alguien señaló que cada hombre o criatura proteica de  la novela,  es una copia caprichosa de la memoria cuando a ésta la cubre una neblina de bruñida aislamiento.

En esas páginas de Gabo cruza la historia de la Tierra en un santiamén, es decir, en un ciclo de cien años donde vamos de la prehistoria de la nuestra raza hasta el Apocalipsis. Y en medio se expande, más allá de sus propias posibilidades, la esencia femenina.

Razonablemente, sea chocante  o un desatino, creemos que entre Troya y Macondo, Homero o García Márquez  el entorno y la invención subliminal es la mismo. El Mediterráneo y el Caribe son aguas acaloradas, encharcadas de leyendas siempre rumbosas y abiertas  para la ensoñación, el desparpajo, la mamadera de gallo y las alegorías recubiertas de creativas invenciones sorprendentes.

Tanto Homero como Gabo retratan a los seres humanos en un mundo tenebroso de realidades que nos parecen irrazonables y encierran la verdad de nuestra existencia con sus miedos descomunales y unas esperanzas permanentemente elevadas sobre el horizonte. En La Ilíada,  igual que en la ciénaga colombiana, todo está repleto  de conflictos  y desventuras sin soluciones que sujetan la esencia de seguir indisolublemente existiendo.