Esto
reafirma que cuando la ética se
desvanece bajo el poder absoluto, quien lo posee precinta la sociedad
hasta alevosas alturas.
A
partir de ese instante malévolo, la separación de poderes constitucionales brilla por su ausencia, al estar cada uno de
ellos bajo su propia égida, y ese “valer sin límites” obliga a ser injertado en
un referente de legalidad falso; cuando
esto suceda, el mandamás no necesitará otra legitimidad que la suya
propia. Hablará en ese instante en
nombre del pueblo sin el pueblo y fusionará en sí mismo cada uno de los slogans que moldearán su
figura en los resortes de la llamada “patria reaurgida”.
Nada
nuevo, aunque sí espeluznante, al ser el
conocido grito de Hess en la gran manifestación de partido nazi en 1934 a favor de Hitler.
El caudillo, jefe del Estado en ese
instante, lo será igualmente del
partido, gobierno, fuerzas armadas y todo a la lobreguez y designio del Comandante-Presidente.
Cada
acción de dominio requiere un impulso de
combate, y el líder lo enunciará con
vehemencia para que nadie pueda tener un resquicio de duda.
El
desaparecido Hugo Chávez lo expresó con palabras florentinas al forjar la Constitución de la República Bolivariana :
Su páter ideológico poseía una inteligencia inherente. A los escasos que le asediaban les dijo: “No tengo, es lamentable, un adversario con el que uno
pueda sentarse a conversar de política; si así fuera, yo no tendría problema en hacerlo”.
Tampoco
le cruzó por su entelequia de que alguna vez lo haría. Ni lo intentó. El ordeno y mando castrense era
su único lema palmario. Fidel Castro, el día que los intelectuales cubanos empezaron a hacer gallitos de libertades, los cortó de
cuajo al lanzarles estas inclementes palabras: “Dentro de la Revolución , todo;
contra la Revolución ,
ningún derecho”.
Había nacido el “Caso Padilla” y la
ruptura entre dos autores ilusionados con aquella marabunta ideológica ya de
claro aire marxista: Gabriel García Márquez, se quedó, Mario Vargas Llosa, hizo sus valijas.
En Caracas Hugo Chávez primero, y ahora
Nicolás Maduro, abatieron el coloquio con sus contrincantes ideológicos. Todo
ego emanado del poder ofusca, y eso
ayudó a olvidar que una de las
cualidades que hizo al hombre quinientos
años antes de la era cristiana humanista, fue la singular costumbre de la
conversa.
Sin esa condición prodigiosa la cultura occidental sería
inconcebible, y la palabra
diálogo, peana de una habilidad responsable,
se vuelve hueca, vacía y sepultada. Siendo así, que la Venezuela de ahora mismo se halla introducida
dentro de un nublo peligroso.
Chávez subrayó
en infinidad de ocasiones que él no tenía contrincantes ideológicos, sino enemigos, y con ellos, plomo parejo. Su revolución fue armada y él
un animal de guerra, un soldado, como le agradaba decir. Ni pedía ni daba
cuartel. Se sentía guerrero elegido en cónclave divino por los dioses.
Pronunció
una frase agorera obtenida en algún
viejo texto sobre la guerra, que le
retrataba de cuerpo presente: “El líder no se somete a las masas, sino que
actúa de acuerdo con su misión. No adula al pueblo ni lo ama. Duro, implacable,
toma la espada tanto en los buenos días como en los malos”.
Todo
mandamás de turno, cuando cree haber logrado la obediencia absoluta, lleva al
país que gobierna al degolladero. La
historia venezolana está colmada de
esos magros sucesos.
La situación
de la nación, dramática ahora, es
el reflejo de un enfrentamiento épico cuando
la responsabilidad está huera de valías republicanas.
Es incomprensible que una heredad
de portentosas riquezas y con un pueblo altamente preparado, haya podido llegar
a la apesadumbra situación en que se encuentra
hoy.