sábado, 6 de mayo de 2017

Cartas del Sava y el Danubio



Ilustración de Oswaldo Dumont, diario El Universal, Caracas

A secuela  del sentido vertiginoso de la vida actual son cada vez menos las cartas que se escriben a mano. Ni los inflamados  enamorados lo hacen. Es más fácil enviar un E-mail, comunicarse a través del correo electrónico, usar el celular, que hacer uso del papel y la tinta para  expresarnos, unos a los otros,  los acontecimientos cobijados entre el  pliegue del aliento

 Los tiempos actuales  son diferentes y con ellos debemos transitar;  no  ayudará en demasía perpetuar épocas  anteriores aún habiendo sido algunas de ellas vivenciales, emotivas o plausibles en instantes que creemos mejores. Aún así, no traspapelemos apresuradamente los recuerdos entre las hendiduras de la piel, dejémoslos florecer.  Nunca lo que nos rodea desaparece plenamente   en el tobogán del tiempo inexorable. Quedan matices y ecos de una añoranza ahora languidecida.

A lo largo de nuestra  dilatada existencia he sido un empecinado  escribidor de epístolas. Marcharon en desbandada docenas. Entre ellas, se arrulla sobre el recuerdo la emotiva  trilogía  inundada  de “Cartas a Patricia”.  Esos libros los he hallado en diferentes lugares en mis corridos ambulantes en lugares tan remotos como  Mahbes de Escaiquima en el Sahara Occidental, la Isla de Capri o  San Juan de Puerto Rico,   y aunque fueron escritos sin mediar ningún valor literario, un pedazo humedecido  de mi dubitativa existencia se halla en esas páginas ahora cubiertas de mohín sobre cuero áspero. 

Existió una época en que el género epistolar  tuvo efecto tan firme como el teatro, la  novela o la poesía en las plumas de grandes precursores de la talla de Chateaubriand, Pascal, Montesquieu, la marquesa de Sevigné, Talleyrand, Rousseau, el mismo Napoleón, Remusat,  lady Montagne, Richardson, Simón Bolívar y  nuestro admirado lord Chesterfield.

Siendo así que ahora el cartero del barrio, vivaracho y abierto a la hora de  zurcir con ahínco  la hebra cuando de mozuelas se trata, nos entregó a mediados  de la pasada Semana Santa  dos cartas venidas de Serbia.

Zalamero y curioso pregunta de dónde son los sellos. “De los Balcanes”, le señalo. “¿Lejos?” inquiere. “No demasiado,  forma parte de la desmembrada antigua  República Socialista de Yugoslavia”.  Nos mira con algo de pasmo y se aleja a continuar su bienhechora tarea.

Los amigos dejados en Belgrado han ido regresando en forma de mensajes, pequeñas misivas de un papel tenuemente azulino. Hablan  de evocaciones, paseos entre los abedules, castaños y robles del Parque Kalemegdan, rememorando noches de poesía, sémola y afectos, en las orillas en que  el Danubio y el Sava se unen suavemente formando un encuentro querendón. 

Estas hojas de papel eslavas traen remembranzas y  esparcen evocaciones de humedad al leerlas.

En el centro de  la ciudad se alza el Café Moscú.   Cada  noche una reducida orquesta de violines sumerge el local en unos sonidos que, más que notas musicales, son  el apesadumbrado pentagrama de una doliente guerra ya concluida y que aún así  continúa taladrada en el fondo del local  y clava los recuerdos quejumbrosos en la piel de los tertulianos que sufrieron aquella  abatida malaventura.

Los violines gemían; de sus cuerdas emergían  lamentos en memoria  de los familiares y amigos perdidos en los campos de Bosnia y Kosovo.

Pudieron haber existido razones para tanta  barbarie en Yugoslavia. Una tal vez sea la venganza de la Historia, de la cual habla Hermann Tertsch; otra, acaso  más real, la de los pueblos fáciles de moldear a cuenta  del carisma de un solo hombre.

Europa ha tenido perennemente líderes rayando en la enajenación  y tras sus ideas, barahúndas y alaridos cual plaga de termitas, pueblos completos marcharon   en una misma dirección a inmolarse con la intrepidez de salvar una patria que ya estaba tiempo hace desmigajada.

Entre las dos tremebundas guerras mundiales surgieron media docena de iluminados representando un ramalazo de dolor incomprensible, el mismo que parece perdurar acongojado  en los violines. Las cuerdas poseen sonidos que avisan de la marabunta que viene acercándose como orugas ponzoñosas. No será ahora mismo, pero sin duda regresará igual  al aullido del lobo en la estepa.

Esos instrumentos de cuerdas con olor a cerezos floridos característico de las vendedoras ambulantes escondidas en cada esquina de Belgrado, nos acompañaron en nuestro peregrinar, y aún nos siguen hablando del sentido desencajado que la muerte y la vida tienen en esas tierras.

 El día antes de la despedida descendí a la orilla en el que las aguas  del Sava  y el Danubio se unen. Tomé un puñado de arena. Ahora se halla  dentro de un frasco azulino mientras hilvano estas palabras que, igual a la existencia misma,  son aspavientos empujando evocaciones.
Mirando la arenisca, percibo  el cenáculo de amigos  y escucho las asonancias de los  violines. Es un fragmento más de vida saliendo a nuestro encuentro.