domingo, 24 de julio de 2016

Los Derviches giran en Turquia








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Los  acontecimientos sangrantes en los últimos meses no son nuevos, jamás lo han sido, y aún así nos parece que nunca había sucedido la barbarie de ahora  o, si ocurrió, solamente poseemos referencias distantes, matices desanudados.

¿Alguien recuerda con plenitud la II Guerra Mundial con sus 50 millones de muertos y el inhumano Holocausto que acaeció apenas  hace 70 años?  ¿Y la guerra civil en España? ¿Los terroríficos campos de concentración en la Siberia de Stalin? ¿La Gran Marcha de Mao con miles de  mujeres y hombres despedazados en senderos de barro? ¿El conflicto de Indochina?,  o más cerca aún, ¿las dictaduras de Chile y Argentina,  la sangrienta lucha que despedazó Yugoslavia, el horror de las Torres Gemelas en Nuevo York o el accidente nuclear de Chernobyl, por  citar sucesos, entre otros varios,  que nos han marcado desde la mitad del siglo XX hasta el tiempo actual?

Sócrates habló del poder del olvido, y de ello estamos poseídos. Tenerlo  no es doliente  al ser un don necesario; si no fuera efectivo, la humanidad  yacería sobre una pocilga de enormes angustias. Dejar de recordar, el no  guardar algo quejumbroso  en la memoria durante un  tiempo,  nos permite seguir caminando sobre el itinerario de la existencia.

 Gabriel García Márquez – no recuerdo si fue en “El amor en los tiempos del cólera” -  subrayó: “La muerte no llega con la vejez, sino con el olvido”.

 En Europa llevamos unas semanas de pavor. Los hechos sangrantes que se suceden no han dado tiempo aún de posarse en el polvo  grisáceo de la inadvertencia. Los  eventos horrendos sobrevenidos siguen ahí, ceñidos al espanto, angustia y miedo.

Las ciudades de París, Bruselas y Niza, envueltas perennemente en halos  de mundanales grandezas, aventuras sin fin, cosmopolitismo accesible a los ciudadanos de la tierra, están  hoy sofocadas de angustias y aprensiones sin que ninguna haya encontrado la desazón que las circunda, al ser ella el reflejo más esplendoroso de libertad escrita con mayúsculas.

En esas urbes, nadie se sentía forastero. Y, si fuera poco lo sucedido, los ingleses rompen de cuajo con la Unión Europea, el único baluarte que  podía consolidar la grandeza del humanismo, esa virtud que nos hace a todos iguales en pensamientos,   quehaceres y esperanzas.

La última página – no será la única ante la amarga realidad que estamos sobrellevando – ha sido el intento de golpe de Estado en Turquía, una zona encendida de odios crecientes, y un polvorín  del que parte la principal  mecha que inflama sin pausa los sucesos del Medio Oriente que irradian al convulsionado  planeta, aunque sus raíces están en el siglo XI cuando el papa Urbano II lanzó la primera cruzada  que obligaba a tomar las armas para liberar Jerusalén del poder del Islam.

De aquellos barros vienen estos lodos y, aún así,  hay demasiado trecho en medio para ver en su realidad  auténtica, las razones de la cruz y la media luna en ese enfrentamiento que comienza a ser perpetuo con el nuevo resurgir de la  Yihad en manos de Estado Islámico.

 Turquía no es Estambul, y aún así esta ciudad es Turquía debido a su historia y magnífica grandeza. La capital del país es Ankara, urbe alzada  en la Anatolia Central, y allí comenzó el levantamiento armado cuyas causas, a una semana de  la intentona, siguen siendo extrañas. Se habla de un autogolpe del propio presidente Recep Tayyp Erdogan, ya que llevar a cabo un alzamiento militar  con menos de la mitad del Ejército, es una acción  poco sensata y temeraria cuando no se cuenta con un refuerzo civil sólido, como se pudo demostrar a las pocas horas.

Le bastó al jefe del Estado  hacer un llamamiento con un medio que él siempre consideró deleznable, el móvil. Había contactado, cuando todo parecía perdido,   con la CNN Turquía y surgió una videollamada urgiendo a los ciudadanos a salir a las calles en defensa del gobierno. La respuesta a su favor fue unánime.  

El intento de derrocar a Erdogan aconteció ante la violencia de la guerra de Siria y el permanente enfrentamiento  con los kurdos. El presidente ha ido ahogando cada vez más  los derechos democráticos y llevando a la nación  hacia una dictadura personalista.

Los miles de detenidos, entre ellos docenas de jueces, maestros, abogados, empleados públicos, militares, es una purga al estilo  de los déspotas, y muchos pudieran  ser condenados a muerte, algo no insertado en la actual constitución turca. 

La jefa de la diplomacia europea, Federica Mogherini, ha sido directa: “Ningún país puede convertirse en miembro de la UE si introduce la pena de muerte”.

Turquía ha conocidos tres  encarnaciones: Bizancio durante mil años, Constantinopla cristiana y ahora musulmana. Las aguas del Bósforo pueden narrar apesadumbradas historias  mientras giran los bailes de los Derviches. 

 

 

El pequeño radio transitor


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Mi madre tenía un pequeño transistor de pilas que la acompañó media vida. Con aquel pedazo de alcalina negra, la soledad se le hizo algo más llevadera y el mundo que se alejaba inexorablemente de sus ojos, se le ensortijaba entre sus bucles blancos. Mi madre, cuando hablaba, lo hacía hacia dentro; tantos años viviendo sola que aprendió a hablarse a sí misma. Era una mujer de monólogo permanente. Cuando de tarde en tarde yo me acercaba a la casa en aquel barrio de El Llano, en Gijón, con olor a salitre cuajada, sus ojos se encendían como dos ascuas de luz. Me hablaba como si jamás hubiese abandonado el hogar materno.

-Hoy tardaste un poco, hijo, gracias que la cena aún está caliente. Siéntate. Hice una cazuela de verduras con papas, la que a ti te gusta.

Mi madre eternamente hacía verduras y buñuelos. Los domingos, toronja y anisete. Sobre el blanco aparador de la cocina, con manchas amarillas marcadas por el tiempo, su transistor  le unía como cordón umbilical con el mundo. Jamás tan insignificante aparato de radio hizo más en la vida de una persona. Un día, era yo niño, se le cayó al suelo y se abrió por completo; aún funcionaba cuando lo tomó en sus manos, pero estaba destartalado y se veían las tripas de sus diminutos condensadores. Con cinta adhesiva lo curó y así duró años, hasta su muerte.

En el hospital, el menudo transistor fue su única compañía durante meses. Como siempre en estos últimos 20 años, no pude estar a su lado cuando partió hacia la eterna grandeza donde la vida ya se hace poesía y trigo. Mi hermana llegó a su lecho frío y rígido para despedirla en nombre de todos los hermanos.  No tuvo tiempo de decirle adiós, pero hizo la que yo hubiera hecho: colocar entre sus manos, como un rosario, el viejo transistor. Con él la enterraron para que pueda, por los caminos tachonados de hierbabuena del cielo o la eternidad, seguir escuchando música y canciones, anuncios de detergentes y novelas.

El recuerdo de este insignificante aparato vino estos días a mi memoria, por estar escribiendo un largo diálogo con mi madre muerta. Sentado en su tumba, ella y yo continuaremos la charla interrumpida hace muchos años. Era noviembre y en mi tierra hace frío. La tierra se esparce perenne por los campos y la humedad se cuelga de los aleros para acurrucarse en los huesos.

Mi madre preparaba su eterna verdura mientras escuchaba un capítulo de la radionovela: “Ama Rosa”. Durante el tiempo que duraron los gritos, sollozos y abandonos de la novela, no pronuncié una palabra. Fue a la hora de la cena, y con el plato sobre la mesa, cuando le dije:

Me voy a América

No movió ni un músculo de su rostro tejido de arrugas, parecía que estaba lejos, entre los prados inclinados del cercano cementerio sembrado de castaños y chopos.

-Ya lo sé.

- Pero, ¿quién te lo ha dicho?

- Nadie, pero la sangre de una madre avisa cuando un hijo va a partir. La sangre, como la saliva, no engaña. Yo siempre he sabido cuando estabas enfermo porque la saliva se cuajaba en mi boca, y supe de tu partida en el momento en que la sangre comenzó a caminar despacio por mis venas.

- Será por poco tiempo, regresaré pronto.

- El tiempo no existe cuando se es joven. Come, que se está enfriando la cena.

Tomó el pequeño transistor y fue a sentarse con él cerca de la ventana. Fuera, el viento aullaba. vi. que sus ojos me miraban con una serenidad impotente.

- Hijo, en el aparador, dentro de un tarro vacío de mermelada, hay un poco de dinero. Tómalo, te hará falta. ¿Hace frío en América?

- Creo que no.

- Eso es bueno.

Inclinó la cabeza sobre el cristal, mientras la música salida de su transistor arropaba su cuerpo.

Esta semana, paseando por el rastro de la ciudad de  Valencia mediterránea, entre tanto cachivache usado y envueltos en viejos recuerdos, he visto una pequeña  radio como el que tenía mi madre, y tan parecido que sentí como un escalofrío. Lo compré. Ahora está sobre mi mesa de trabajo y lo contemplo con un respeto imponente cuando te escribo esta carta, Patricia. Al verlo, pareciera que el tiempo me ha transportado a mi infancia.