Considerado el poeta más universal de su lengua
Rosa mía, tu alma es un rio
El 23 del pasado abril, día de la entrega al escritor mexicano
Fernando del Paso del “Premio Cervantes” en la Universidad de Alcalá
de Henares con la presencia del rey Felipe VI, y tras el acto protocolar y comienzo
del brindis, se reunían tres
“Cervantes”: Jorge Edwards, Sánchez Ferlosio y Antonio Gamoneda. En esa
tertulia aparte solamente se habló del “Quijote” y, al final de la sin duda placentera charla, el
poeta Gamoneda la cerró con unos versos del turco Nazim Hikmet dedicados al Caballero de la Triste Figura.
Esa es la causa de que al enterarnos del diálogo entre los tres baluartes de la
literatura hispana sobre Nazim, nos vinieran al recuerdo una antología en la
colección Visor del año 1970 y que nos acompaña desde entonces.
El trovador -
nacido en 1902 en Salónica, ciudad griega hoy
y entonces turca - fue una
persona intelectual de talla universal,
cuyos versos han estado siempre al servicio
de los más estigmatizados seres de la tierra. De sus 61 años de vida, 18
los pasó en cárceles, siendo tratado en
condiciones infames.
Gamoneda, salido de la injusta y quejumbrosa posguerra
española, cuyas inquietudes sociales le acercaron a Nazim nada más leerlo, lo mantuvo vivo en
su espíritu siempre. Y ahora, tantos años después, siguen en su aliento tan profundo como
entonces.
Narrar la historia de Nazim Hikmet sería ir
describiendo una naturaleza huracanada, aullante, excesivamente humillada ante
el sufrimiento, la soledad de tantas ergástulas cargadas sobre su piel de
luchador torrencial en los cortos años
de existencia.
Hay seres que a
recuento de sus luchas en pos de la justicia social y la libertad no mueren
nunca, aún estando enterrados a cortos
metros de tierra, mereciendo el pedestal de granito tallado a mano que
levanta el coraje, la hidalguía y el perenne sacrificio a favor de los desposeídos de todo
resuello.
Su corta vida
fue una sinrazón de celdas, mazmorras, llagas y humillaciones. Le quitaron
media existencia, no sus palabras, y éstas se volvieron fuerza telúrica, cáñamo
erguido, voz apuntalando a los desterrados del planeta, mientras su
nombre se quedaría incrustado en la claraboya de los hombres libres aún
estando encadenados.
En la antología
que hemos comentado -cuya selección, traducción y prólogo corrieron a cargo de
Soliman Salom, un joven amigos en luchas políticas-, la muerte es la heredera de la tradición
poética otomana, tanto para el hombre de hoy, como en los antiguos poemas del
“Divan”.
En general solamente se sabe de Hikmet, dice Salom,
que fue un gran poeta turco y hoy universal,
que padeció muchos años de cárcel,
“que un buen día escapó a Rusia donde siguió escribiendo y que murió en
el exilio”.
Bien se pudiera decir que Hikmet, sus huesos, piel y carne, formaron
una mazmorra consumada desde el mismo día en que llegó a la tierra para
convertirse en un portentoso vendaval, estigmatizador y defensor
de los adoloridos, aquellos con hambre de hogaza y equidad.
El que haya leído alguna vez las estrofas “Las pupilas de los hambrientos”, se habrá estremecido hasta volver la
saliva amarga:
“No son unos
pocos / no son tampoco cinco, diez: / treinta millones de hambrientos / son los
nuestros”.
Y poseía
reflexión clara a raudales. Los millares de pordioseros, cada solitario – los
tuyos y los míos, lector, los de todos-, son más gotas de agua que todo el mar
de los océanos profundos.
Fuera de Turquía, habríamos de arroparnos en el poeta- obrero ruso Vladímir Mayakovski al fin de conseguir tanta compresión, entrega y abnegación, hacia
la desolada multitud humana perdida en sus angustias.
“¡Es inmenso nuestro
dolor! ¡Inmenso, inmenso!”,
gritaba a las aguas del Bósforo, mientras veía llorar a los derviches en sus
vueltas perennes una tarde acanalada en
la puerta húmeda de Adrianópolis.
Cada uno de nosotros, sin aprensión, deberíamos
leer, aún si fuera una sola vez,
los poemas arañados de Nazim
Hikmet, mientras un cortejo de jenízaros se guarnecen bajo los seis alminares puntiagudos de la anublada
mezquita del sultán Ahmet.
Nos pasamos el tiempo sobrellevando los enredos de sus
consecuencias, y al final siempre nos enfrentamos a la disyuntiva de dudar de
la vida diaria, mientras nos envolvemos en zozobras que nos
inmovilizan.
“Has de saber morir por los hombres, / y además por
hombres que quizá nunca viste, / y además sin que nadie te obligue a hacerlo, /
y además sabiendo que la cosa más real y bella es vivir”,
Hikmet
pertenece a esa generación de poetas como Neruda, Miguel Hernández, Rafael Alberti, que creyeron en las mañanas
que cantan.
Sus
poemas se leen hoy en cada continente –
un poco menos en Turquía - , mientras que de sus carceleros solo queda el
horror que inspiran sus actos y donde el aire huele a plancton putrefacto y a sal.
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