martes, 17 de mayo de 2016

Un viaje a Echo Spring








Está teniendo interés en Europa un libro  hablando del  alcohol en los escritores,  esa angustia de mirar   desde una barandilla un lago de palabras que relucen como un cardumen con el deseo de beberlo.

 La obra, un laborioso trabajo de la crítica literaria inglesa Olivia Laing, se llama “El viaje a Echo Spring”, con el subtitulo “Por qué beben los escritores”.

La pregunta  posee respuestas y quizás ninguna sirva para mantener un soporte moral y aún así  el resultado concluyente, sea  un libro que ocupará   un espacio en la literatura universal en la que la bebida fuerte pervive.

La gloria bien vale una catástrofe que algunas veces – demasiadas -  se cotiza con la propia vida.

 Podemos recordar dentro de esta tesitura, partiendo de la mejor creación literaria y de pintura en la última mitad del siglo XX en Venezuela, como se forjó en los bares caraqueños de Sabana Grande alrededor de aquella “República del Este”, una especie de “mamadera de gallo” muy sería, beoda y de gran intelecto,  que todos los  mediodías durante varios años llenaban una cuadra de la Avenida Solano y Sabana Grande en un ceremonia pagana rociada de alcohol, libros, discusiones políticas, y un intelecto mundano que dejó un poso del mejor humanismo criollo convertido en la actualidad en  retazos decadentes, al ir menguando el nivel intelectual de los protagonistas que hicieron esplendorosa una época libertaria.

De los variados, desdentados, oníricos,  vagabundos, insoportables en lo personal, rufianes algunas veces, malas personas otras y aún así cerebros geniales en la literatura americana, se podría obtener en este viaje dos docenas  de seres irrepetibles  con creaciones  de un nivel asombroso.

Olivia Laing escogió seis autores beodos de nivel superior para ese recorrido. Ninguna mujer,  a sabiendas que con ellas podía hacer otro libro tan dramático o quizás más en muchos aspectos,  que el publicado ahora.   Por otra parte, de los ocho premios Nobel de Literatura  (varones)  que ha tenido Estados Unidos, cinco fueron consumados borrachines.

 Los seis de estas páginas pródigamente acreditados, son auténticos  talantes de los folios más pasmosos escritos  en el siglo XX.  Van por orden de nacimiento: Scott Fitzgerald, Ernest  Hemingway, Tennessee Williams, John Cheever,  John Berryman y  Raymond Carver.

Pudiera haberse unido igualmente  a Walt Whitman,  Truman Capote, Dylan Thomas,  William Faulkner y  cuantiosísimos más. El alcohol es un mar cuyas orillas, en lugar de conchas, desechos de barcos, troncos y guijarros pulidos, son el atraque en sus arenas de un drama de angustias ecunemicas.

Nadie conoce con certeza  las causas por las que un escritor se emborracha hasta  perder la razón, y cuando despierta de su hondo abismo, renace dentro de él  la fuerza de un genio que traspasa la imaginación más sobrehumana y crea momentos estelares sobre cuartillas imperecederas.

John Cheever – recuérdese “El nadador”, texto cumbre -  acertó a vislumbrar que quizá contar historias está relacionado "de alguna forma confusa y misteriosa" -señala Olivia Laing- con el deseo de beber. "El escritor cultiva, extiende, alza y aumenta la imaginación", dice él. A medida que acrecienta su imaginación, también lo hace su capacidad para sentir ansiedad”, y de ahí  a darse a la bebida puede haber solamente  una raya divisoria, un espacio sin contornos. Y entonces pensamos en un ser cruzando las piscinas de las lujosas zonas residenciales hasta que se hunde en la derrota total.

No toda la gran  literatura se halla encharcada del impetuoso  alcoholismo, aún existiendo una relación hasta la médula,  de escritores dipsómanos  en todas  las variadas acumulaciones de sus creaciones insignes.

En “La gata sobre el tejado de zinc” de  Tennessee, con ese explicito  homosexualismo en el personaje central masculino, recuerda Olivia Laing, había una frase que le quedó grabada y la tomó como título del libro.

Brick, el borracho, es convocado por su padre. Big Daddy le suelta un discurso y al cabo de un rato Brick toma su camino. “¿Dónde vas?” pregunta Big, y Brick contesta: “A hacer un pequeño viaje  a Echo Spring”.  Físicamente, Echo Spring es el nombre en clave para el mueble del bar, sacado de la maraca de “bourbonque contiene. No es un whisky de calidad escocesa, es más bajo, en la historia que cuenta Olivia simbólicamente, sin embargo, se refiere a algo totalmente diferente: quizás al estado de silencio o “a la erradicación de pensamientos conflictivos que, al menos temporalmente, se consigue con la calidad suficiente de bebida”.  

Parte de la literatura no fue escrita con tinta, sino con vino: Omar Khayyam,  Gonzalo de Berceo, Bocaccio, Rabelais, Poe,  Joseph Roth – “La leyenda del santo bebedor”- César Vallejo,  Juan Rulfo, Anthony Burgess Baudelaire, Paul Bowles y con ellos una caterva impresionante que aún continua.

 





 

 

 

Curzio Malaparte





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El escritor toscano Curzio Malaparte










 He vuelto a ver la cinta “Bajo el sol de Toscana”  y de inmediato nos vino a  la memoria el escritor Curzio Malaparte, nacido en Prato, cerca de Florencia,   ahora convertido en lejanía y que pocos lo recuerdan.

Entre los escritores de juventud, él marcó nuestro espíritu de una forma que ningún  otro lo hizo. Era la época en que uno conocía poco del mundo, nada de la existencia y escasos matices  de uno mismo.

Antes de seguir departiendo del autor de “La Piel”, y si algún lector sintiera interés sobre esa vida y deseara escarbar en ella,  pudiera revisar el libro reciente de Maurizio Serra - aún llamándole “fascista y cínico” -  titulado “Malaparte. Vidas y leyendas”.

Curzio destrozó la novela convencional convirtiéndola en un reportaje literario, “grandioso y total, sobre la guerra, que vale por todas las novelas bélicas que conocimos, incluidas las de  Hemingway”, comentó en su día  Francisco Umbral.

 Ahora permanece en el rincón de los olvidados, en el cuarto oscuro de los trastos inservibles, desconocido de una generación - la actual - que ignora sus libros y ni una sola línea  solemos ver en esos “papeles literarios” repletos de personajillos de andar por casa en  pantuflas y empijamados como ambulantes del silencio sepulcral.

En cualquier instante Curzio Malaparte resucita. Lo hará lo mismo que otro escritor “fascista”, César González Ruano, una pluma fresca, exquisita, a la par de Pío Baroja o Azorín, otros dos grandes relegados, mucho más que la mayoría de los escritores reconocidos del 98 en el mosaico de la lengua hispana.

Se acusa aún hoy al toscano  de Prato, cuyo pueblo refleja trágicamente en “Madre marchita”,  de ser desvergonzado ante la tragedia de Europa en la Segunda  Guerra Mundial, al ser sus obras más emblemáticas, “Kaputt” – lucha, combate, hundido, deshecho, roto -  y “ Sodoma y Gomorra”, evocaciones quejumbrosos embetunadas   de un cinismo refinado y dulzón: el desprecio por la podrida  raza humana.

Falsedad. Invención. Malicia. Tendido. Amargura plena. Él comprendió la permanente desintegración europea desde su propio dolor descuartizado en migajas. Lo decía en “Kaputt”. En  esas páginas  intentaba dar a entender lo que era aquella Europa y por lo mismo cada uno de sus agoreros   protagonistas: “Un montón de escombros”.

El libro es espantosamente cruel, quejumbroso y amargo, ¿cínico? Posiblemente. No se debiera olvidar que el cinismo es una manera desagradable  y directa de decir la verdad.

Ya lo  mencionaba don Ramón del Valle-Inclán cuando aseveraba no cambiar su bautizo cristiano por la sonrisa de un cínico griego. “Yo espero -  decía - ser eterno por mis pecados”.

No los tuvo tan grandes el gallego en su propio “Ruedo Ibérico”. Sí consiguió a hurtadillas penetrar en el Olimpo de los dioses, lugar  etéreo donde posiblemente será difícil  encontrar a Curzio Malaparte, pues  el descarnado personaje seguirá caminando él solo, sin el príncipe Eugenio de Suecia ni Agustín de Foxá,  por los prados de Prato, en aquella Toscana nativa…. “en la que había sufrido toda clase de soledades, la soledad de la esperanza y del futuro, la inexplicable angustia que deriva del simple vivir”.

Algunas clases de hombres huracanados regresan a la tierra húmeda tras la muerte,  y se quedan esperando el comienzo del estruendo de las trompetas de Jericó.

 

 

 

 




viernes, 6 de mayo de 2016

Las voces de Nazim Hikmet


 
Nazim Hikmet .jpg
                                Considerado el poeta más universal de su lengua
 

        Rosa mía, tu alma es un rio
                                                               Rosa mía, niña de mis ojos...
                                                              Todo lo que he escrito sobre nosotros es mentira...
                                                               Tú eres mi ebriedad...
                                                              
                                                                           
 
El 23 del pasado abril,  día de la entrega al escritor mexicano Fernando del Paso del “Premio Cervantes” en la Universidad de Alcalá de Henares con la presencia del rey Felipe VI, y  tras el acto protocolar  y comienzo  del brindis, se  reunían tres “Cervantes”: Jorge Edwards, Sánchez Ferlosio y Antonio Gamoneda. En esa tertulia aparte solamente se habló del “Quijote” y,  al final de la sin duda placentera charla, el poeta Gamoneda la cerró con unos versos del turco Nazim Hikmet   dedicados al Caballero de la Triste Figura.
Esa es la causa de que al enterarnos  del diálogo entre los tres baluartes de la literatura hispana sobre Nazim, nos vinieran al recuerdo una antología en la colección Visor  del año 1970 y que  nos acompaña desde entonces.
 El trovador - nacido en 1902 en Salónica, ciudad griega hoy  y entonces turca -  fue una persona intelectual  de talla universal, cuyos versos han estado siempre al servicio  de los más estigmatizados seres de la tierra. De sus 61 años de vida, 18 los pasó en cárceles, siendo  tratado en condiciones infames.
Gamoneda, salido de la injusta y quejumbrosa posguerra española, cuyas inquietudes sociales le acercaron  a Nazim nada más leerlo, lo mantuvo vivo en su espíritu siempre. Y ahora, tantos años después,  siguen en su aliento tan profundo como entonces.
Narrar la historia de Nazim Hikmet sería ir describiendo una naturaleza huracanada, aullante, excesivamente humillada ante el sufrimiento, la soledad de tantas ergástulas cargadas sobre su piel de luchador torrencial en los  cortos años de existencia.
 Hay seres que a recuento de sus luchas  en pos de  la justicia social y la libertad no mueren nunca,  aún estando enterrados a cortos metros de tierra, mereciendo el pedestal de granito tallado a mano  que  levanta el coraje, la hidalguía y el perenne  sacrificio a favor de los desposeídos de todo resuello. 
 Su corta vida fue una sinrazón de celdas, mazmorras, llagas y humillaciones. Le quitaron media existencia,  no sus palabras,  y éstas se volvieron fuerza telúrica, cáñamo erguido,  voz apuntalando  a los desterrados del planeta, mientras su nombre  se quedaría incrustado en  la claraboya de los hombres libres aún estando encadenados.
En  la antología que hemos comentado -cuya selección, traducción y prólogo corrieron a cargo de Soliman Salom, un joven amigos en luchas políticas-,  la muerte es la heredera de la tradición poética otomana, tanto para el hombre de hoy, como en los antiguos poemas del “Divan”.
En general solamente se sabe de Hikmet, dice Salom, que fue un gran poeta turco y hoy universal,   que padeció muchos años de cárcel,  “que un buen día escapó a Rusia donde siguió escribiendo y que murió en el exilio”.
Bien se pudiera decir que  Hikmet, sus huesos, piel y carne, formaron una  mazmorra consumada desde el mismo día en que llegó a la tierra para convertirse en un portentoso vendaval, estigmatizador  y defensor  de los adoloridos, aquellos con hambre de hogaza y equidad.
El que haya leído alguna vez las estrofas  “Las pupilas de los hambrientos”,  se habrá estremecido hasta volver la saliva  amarga:
 “No son unos pocos / no son tampoco cinco, diez: / treinta millones de hambrientos / son los nuestros”.
Y  poseía reflexión clara a raudales. Los millares de pordioseros, cada solitario – los tuyos y los míos, lector, los de todos-, son más gotas de agua que todo el mar de los océanos  profundos.
Fuera de Turquía, habríamos de arroparnos  en el poeta- obrero ruso Vladímir  Mayakovski al fin de conseguir  tanta compresión, entrega y abnegación,  hacia  la desolada multitud humana perdida en sus angustias.
 “¡Es inmenso nuestro dolor!  ¡Inmenso, inmenso!”, gritaba a las aguas del Bósforo, mientras veía llorar a los derviches en sus vueltas perennes  una tarde acanalada en la puerta húmeda de Adrianópolis.
Cada uno de nosotros, sin aprensión,  deberíamos  leer, aún si fuera una sola vez,  los poemas arañados de  Nazim Hikmet, mientras un cortejo de jenízaros se guarnecen  bajo los seis alminares puntiagudos de la anublada mezquita del sultán Ahmet.
Nos pasamos el tiempo sobrellevando los enredos de sus consecuencias, y al final siempre nos enfrentamos a la disyuntiva de dudar de la vida diaria,  mientras nos  envolvemos en zozobras que nos inmovilizan. 
“Has de saber morir por los hombres, / y además por hombres que quizá nunca viste, / y además sin que nadie te obligue a hacerlo, / y además sabiendo que la cosa más real y bella es vivir”,
Hikmet pertenece a esa generación de poetas como Neruda, Miguel Hernández,  Rafael Alberti, que creyeron en las mañanas que cantan. 
Sus poemas se leen hoy en cada  continente – un poco menos en Turquía - , mientras que de sus carceleros solo queda el horror que inspiran sus actos y donde el aire huele a plancton putrefacto y a sal.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

El desgarro de Chernóbil



El desgarro de Chernóbil


Las estimaciones del número total de muertes que eventualmente se deriven del accidente varían enormemente.

Svetlana Alexievich nació en Ucrania, pertenece a la sarga de los autores bielorrusos. Obtuvo el Premio Nobel de Literatura el año pasado. Sus escritos, testimonios periodísticos escritos con una maestría humanística,   son  la voz de los que no la tienen.  En  “Voces de Chernóbil”,  monólogos de aquel suceso que estremeció la saliva, el aire y la misma tierra desgajada hasta lo más profundo de sus raíces, Svetlana deja hablar a los desformes despedazados de cuerpo y alma. Estas primeras líneas que tomamos del libro  hacen temblar aún ahora cuando se cumplen 30 años del suceso atómico:
Chernóbil, pueblo de Prypiat, Ucrania, 1986:
“Cierra las ventanillas  y acuéstate. Hay un incendio  en la central. Vendré pronto”. Esas palabras de un joven bombero a su esposa embarazada  fue la despedida sin regreso al hogar.
En los segundos en que las primeras moléculas se fueron organizando en el universo - no al azar, sino en  obligación de la mecánica  cuántica -  ya tenía dentro el germen que millones de años más tarde resurgiría  las preguntas básicas de nuestra expectante existencia: ¿De dónde venimos? ¿Qué somos? ¿Por qué estamos aquí?
 La humanidad se formó en la fusión del núcleo del que estamos hechos, y la energía de una central nuclear  no es compasiva ni  maléfica, es la materia de la que está lleno el Cosmos.  Bien tratada nos ayuda, de  lo contrario padeceremos la demencia que cayó en Hiroshima y Nagasaki en la II Guerra Mundial. Si eso llegara a suceder nuevamente en un acto demencial, la esencia viviente  se volvería polvo de estrellas, carcoma de hados; y entonces ya no habrá más poemas de amor y desespero, sonrisas, cuentas por pagar, abrazos, ríos cristalinos, mañanas claras o llenas de nubarrones, un sol luminoso ni una luna llena, todo oscuridad, vacío eterno, mientras Dios se iría  a pastorear otras urbes  en esos universos paralelos que menciona Stephen Hawking. 
James Lovelock  lo cuenta en su libro “Gaia” - nombre de la diosa griega del planeta – después de llevar su existencia  observando el comportamiento de la Tierra. 
“Temer a la energía nuclear es como tener miedo a los eclipses de luna o de sol”. 
Él no comparte muchos de los puntos de los ecologistas modernos, y habla de que éstos tienen el corazón bien puesto, pero la cabeza mal hecha. 
Se equivocan – afirma – lo que atacar los problemas más superficiales del medio ambiente. 
“No es más que un problema de reciclado. Las rosas florecen mejor en el corazón del contaminado Londres que en mi lugar de trabajo al aire libre, donde son atacadas por hongos e insectos. Nada es más contaminante que un rebaño de vacas; guardando las proporciones, ¡éstas producen más residuos y gases tóxicos que cualquier fábrica!”. 
Así de clara es su opinión sobre las campañas contra la energía nuclear. Él va a contracorriente y lo hace con demostraciones. 
“Los ecologistas consideran que lo nuclear es demoníaco. Sin embargo, se trata de una energía natural. El Universo no es más que una infinita cadena de explosiones atómicas; cada estrella es un reactor, y en nuestro planeta existen “reactores espontáneos” creados por microorganismos. Estos campos no hacen otra cosa que reproducir, al servicio del hombre, fenómenos que existen en la naturaleza”. 
Es posible que Lovelock tenga razón, no lo sé. Mis conocimientos basados en la materia son precarios, aún así una cosa parece ser cierta ante las consecuencias que estamos viendo: si no se controla la fusión nuclear, el peligro es permanente. No hace falta decir que lo de Chernobil, sucedido el 26 de abril de 1986, fue un amargo ejemplo, aunque podemos hablar todavía de las bombas atómicas lanzadas contra Japón al final del II conflicto bélico mundial.
A razón de factores combinados provocados en Chernóbil, el aumento de enfermedades, en la sangre, el sistema nervioso, órganos digestivos y respiratorios, ha sido, y sigue siendo  una secuela punzante. 
Aún llegan noticias de lugares tan alejados del epicentro de la tragedia, como es Australia. Allí residuos de nubes radioactivas empujadas por los vientos llegaron a la zona de Nueva Gales del Sur, siguen contaminando ganado y vegetación. No en la misma intensidad que en Europa, pero sí con la suficiente penetración para dejar secuelas.
Chernóbil está cerrado en un radio de 50 kilómetros; algunas personas siguen viviendo en la zona, muy pocas, es cierto, pero no quieren irse. Lo sorprendente es que las aves y los animales el amplio cinturón han proliferado y están sanos. 
Desde que existen las centrales nucleares, solamente dos  accidentes graves ha sucedido: Chernóbil, error humano,  y  la central de Fukushima en Japón debido a un tsunami.