martes, 15 de marzo de 2016

Civilización y Barbarie


 





Tratar el tema de los refugiados a consecuencia de   las guerras  que asolan el Medio Oriente obliga a  la conciencia.  El  padecimiento cruel de tantos seres no puede ser mirado al trasluz de un televisor en la comodidad de un sofá.  El otro que sufre siempre será el reflejo de nuestro propio  yo aún deseando evadirlo.

La situación en la Unión Europea es de vergüenza, desbarajuste y turbación. Esa tierra  en la que Zeus,  padre de los dioses,  toma la forma de un toro, rapta a la princesa Europa, hija del rey Agenor y copula con ella,  marcó  el comienzo de un mundo telúrico entre los Urales y el Océano Atlántico una vez separada de Asia, creando el mito  del hilo de Ariadna en las alas de Ícaro.

No es nada nuevo enunciar una verdad aplastante: el viejísimo continente es una inmensa crátera  atiborrada de sangre, angustia, sufrimiento inacabado, muerte y espanto. En medio, en la anchura de un horizonte  grecorromano y el insondable cristianismo, florecieron el humanismo, la filosofía y  las leyes que nos hacen civilizados, ramalazos  almohadillados  de un inacabable manto de literatura que se hace novela, poesía, teatro, música y   desemboca en lenguas rezumadas de filología, gramática y una retórica fecunda recubierta de seducciones. 

 Y en su centro,  los cafés con sus pulidas mesas de mármol, sitial en  que el judío  Mandel en las páginas de  Stefan Zweig, o “El busto del emperador”,  uno de los grandes temas de  Joseph Roth ante el derrumbe del imperio Austro-Húngaro, levantaron la perenne angustia de la vida desarropada, con trazos de incertidumbre, melancolía, ensoñación y  desvaríos de ternura mística.

Regresemos dentro de estas  cataduras al círculo concéntrico de la perenne tragedia en las fronteras europeas, un sendero desgarrado sin final con la misma sima penetrante que hizo deambular en los surcos del continente  a millones de seres en el calvario de la Segunda Guerra Mundial.  El drama ahora  se repite  con los seres - miles de ellos niños - procedentes de Siria, Irak, Afganistán y Yemen, mientras se les pisotead sin compasión  los derechos humanos, se van sepultado  entre barro, nieve, lluvia, frío cortante y desaliento.

Un informe -  “Infancia bajo asedio” - realizado por la organización  “Save the Children” en las áreas sitiadas de Siria entre ataques aéreos y bombas de barril, muestra  lo que conlleva el impacto psicológico en los menores que viven aterrados y padecen falta de comida, medicinas y agua potable.

Los niños se  han vuelto introvertidos, agresivos y más deprimidos.

Los pavores terribles del Medioevo siguen enquistados en las cavidades mentales de un sector nauseabundo  de  la arcaica estirpe  occidental.

Curzio Malaparte, el  toscano que ya nadie lee al ser sus escritos punzones  rasgando las conciencias,  lo dijo: “Medio mundo es una masa putrefacta, el cadáver descompuesto de una madre muerta que en vida fuera cruel, desalmada y pérfida”.

Vivimos   años de un relámpago paranoico, la reencarnación de Hassan Ibn Saba, el llamado “Viejo  de la Montaña” que en la atrincherada ciudadela de Alamut al  norte de Irán, siendo jefe de una secta fanática,  extendió una guerra contra los turcos al intentar estos imponer a los árabes la doctrina sunita profesada en los califatos de Bagdad, se ha levantado de sus cenizas.

Hassan, sin  ejército regular, igual al Estado Islámico, en menos de doce mese convirtió Irán  en carcoma terrorífica.

 Poseía un secreto: saber que a las religiones las mueve  un solo resorte: el premio inundado de placer libidinoso  si se muere defendiendo su fe.

 El místico embriagaba con vino y hachís a sus fieles fedayines, les abre las puertas de su harén  haciéndoles saborear anticipadamente los gozos reservados a los valientes en los jardines de Alá.

Exaltados, esos hombres parten felices a acuchillar – y así serían llamados “hashashins”, asesinos -  a los infieles del mundo conocido para mayor gloria de su amo,  y aunque les  fuera en ello la vida, están seguros de conquistar el Paraíso anhelado.

 Es la lucha entre la barbarie y la civilización de la que hablaba en los párrafos finales  de  “Doña Bárbara”  Rómulo Gallegos.

 Lo  soportado actualmente con los yihadistas del Estado Islámico  - decapitando a mujeres, niños, y hombres como si fueran ganado – y cuyo anhelo es hacer un Califato que impere en el orbe, no es nuevo en la historia; lo es, sí, la forma sanguinaria, fanática,  de esa denominada “guerra santa”,  sin respetar las sagradas suras que imperan en  la religión fundada por el profeta Mahoma.

 El filosofo Bernard-Henri Levi ha dicho  esta semana: “El retorno de los egoísmos nacionales y por tanto la ley de la jungla, es aterradora”.

Si Europa  deja de ser generosa en la ayuda a los refugiados, ya no será la  cuna de los valores intrínsecos que nos hacen humanos, volverá a las cavernas de Platón.

 

 

 


 
 
 

domingo, 6 de marzo de 2016

Aceite de Argan y miel

imageRotate



















 
 
 Mezquita Kutubía
 
 
 
A conciencia de un espacio interior tornado afinidades afectivas,  los breves viajes realizados al comienzo del año como aviento de los vaivenes interiores, nos hacen partir de ese lago de nombre mar  Mediterráneo hacia las bifurcaciones del Magreb, y de ahí  al encuentro de Marruecos. Dos horas en las alturas nos llevan al país de las especies con sabores a comino,  tomillo, incienso o el hinojo anisado. Aterrizamos en Casablanca.

Partiendo de esta ciudad de raza berebere, arrasada con las cimitarras almorávides y colonialismo  francés - dependiendo de la brújula que sostiene el  ánimo -  nos volvemos transeúntes en Rabat, Fez o Marrakech,  al encuentro de la inmensa cordillera  Atlas con bancales uncidos   a la novela “El cielo protector” de Paul Bowles y sus enebros rojos.

La antigua capital del imperio alauita, Marrakech,  le sabe al andariego a  chumberas, salmuera, vinagre,  palmerales tejidos a mano con hilos verdes  en el “Jardín Majorelle”  de Yves Saint-Laurent; clavo, aderezo y canela; murallas y barro rojizo, placitas y callejuelas, guardan aún jirones de un amor arabesco  arrancado  de una distante mocedad  encanecida.

 Tras un  tiempo de diásporas, retornamos al encuentro del cuero repujado donde incliné mi cabeza en una morada, tras la tumba de Ben Tachfine,  regada con agua de rosas y aceite de Argan  en la que Douniya, día y noche, frotaba sus cabellos azabache de odoríferos sensuales.

Un día, acurrucado en un tapiz  tejido en el valle  de Ait Mizane, en esa hora en  que la luz de la tarde comienza a menguar, escuché unas estrofas  populares  entonadas en la voz de mujeres tuaregs -  berebere de piel blanca -   bajo el cobijo de una jaima:

“Los días caminan lentamente como un rebaño de corderos que la noche arroja de sus pastos - ovejas blancas,  ovejas negras - .

Se alejan en el tiempo hacia el refugio de los merrah ignorados,  donde  reposa todo lo que fue y ya no lo es.

 Los días vuelan rápidos y apresurados sobre las largas olas silenciosas igual a  ibis en el campo”.

 Durante unos  años, el desierto del Sahara Occidental  formó parte de nuestra  existencia mezclada de vientos  lanzando el siroco dentro de  los cuencos con  leche de dromedaria. 

A partir de entonces estamos cimentados de una arena  que ha  moldeado nuestro  carácter y, aún siendo taciturno, es ahora  más  tolerante debido quizás a la extenuación de la edad.

 ¡Cuánta remembranza! Otra vez mirando  el céfiro desmelenado y la sorprendente serranía del Atlas. Igual a otras mañanas, hablamos de anhelos depositados en el suelo de la  manta de dormir  en un recodo del río seco, lugar en que las gacelas siguen buscando  la frescura  de las primeras brumas de la noche estrellada.

  Ese olor a té verde lo conocemos; el espíritu  está impregnado de él, saborea el relente de la piel y adormece con suavidad  los párpados.

A partir de cosechas inmemoriales, las tribus  bereberes venidas de las estribaciones de las cumbres y el desierto  bajan hacia Asmara – Alá bendiga la ciudadela santa de los “hombres azules” -, se sientan a descansar al conjuro de los suntuosos alcázares y las murallas que circundan el parque  Abdel Salaam  y la puerta Aidi Fib.  

Cada año, ya en época del gran Mulay Ismail, descendientes jerifianos  del profeta Mahoma rendían pleitesía a los sultanes de Marrakech y colocaban bajo su protección a las distintas tribus  nómadas de la misteriosa región, tan extraña y profunda como un cuento de Paul Bowles al  desgarro del  antiguo “Café  Glaciar”, con su galería única hacia la plaza  Jemaa el Fna - conocida como “Asamblea de los muertos” -  un mosaico del mundo humano de Marruecos,  en el que una inmensidad de tenderetes ofrecen lo inimaginable dentro de una barahúnda organizada.

En Jemaa el Fna todo se consigue. Es un espectáculo imponderable, asombroso. Allí se acude sentir, palpar, absorber, degustar platos rebosantes de especies, saborear té de menta, escuchar músicos improvisados  y pasmarse ante unos monos remontando a nuestra espalda o serpientes adormiladas que un flautín hace subir del suelo empolvado.  

Al presente, sus matices, el cuadro de irisaciones se vuelve similar  y  a la vez diferente. O quizás ya no sean igual las reminiscencias turbadoras, al ser sombras reales o inventadas. Nadie  trasmuta la plaza,  ella sigue ahí convertida en algarabía bulliciosa.

Estando en ella uno se embulle en su mundo absoluto, relámpago que obliga a escuchar las más pasmosas historias de Aladino o Simbad el Marino; ver aguadores de coloridos atuendos y añejas adivinadoras con cartas de Beirut, mientras doradas turistas nórdicas idealizan  con ser raptadas por  un mercader de esclavos y  llevadas a disfrutar una luna  de lujuria en los aposentos del hotel  La Mamounia,  en donde cada una de ellas será una nueva   Sherezade del serrallo.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
v

jueves, 3 de marzo de 2016

Meandros del alma






La frase de Gustave Flaubert  - Marguerite Yourcenar lo incluye como metáfora en sus “Memorias de Adriano - : entre Cristo y Marco Aurelio, instante en que el hombre estuvo solo y abandonado a su suerte, el único sortilegio posible era  agarrase a los meandros del alma.

No son fielmente las palabras del autor de “Madame Bovary”, y aún así son exactas. La raza humana posee una aprensión de nacimiento: la incomunicación.  ¿Y quién la salva?  Uno de los remedios,  si intentamos enfrentarnos a ese  infecundo momento, sería la lectura y escritura. Debido a esos frutos germina en nosotros otro yo iluminado  con  el que podemos ejercitar un diálogo que nos puede ayudar a sobrellevar el retraimiento interior.

Leer… escribir, salir al encuentro de la vida con sus amuletos esperanzadores. 

Lo dijo con premeditación el pibe  Jorge Luis Borges: “Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mi me enorgullecen las que he leído.”

 Hace años – era igual a un gorrión sin alas  -  comencé a leer sin estar al tanto del poder de las palabras, y a emborronar cuartillas, renglones  reflejo de mis alucinaciones íntimas. Era el tiempo en que la luminiscencia del anhelo  ilusionado se reflejaba en mis ojos con la fuerza de cristal de cuarzo sobre un paisaje de ensoñación: los prados inclinados del cementerio de Ciares, en un Gijón oscuro de la infancia lejana. 

 Los primeros escritos, incautos, se perdieron como tantas otras marabuntas.  Más tarde me deshacía de ellos avergonzado. Si de algo me jacto es del  poco apego a mis cuartillas, aunque en alguna parte, entre los dobleces de la piel, hay cicatrices vivenciales que si se tocan, punzan.

Debemos percibir los resortes de la  existencia deslizándose  sin demasiados morrales encima. Suelo sollozar a menudo. Más que lágrimas, es un vapor húmedo  colgado en los ojos. Sucede  ante el infortunio de toda persona, la indigencia  que tanto abunda o  una escena de cariño tardío en alguna envejecida  película  en blanco y negro marchito.

 En este intervalo dejo de escribir y voy a envolverme en las neblinas encubiertas bajo la piel. La noche es acogedora y fresca, los ruidos se han disipado. Se está bien allí, con la ventana abierta. La mente retoca formas, y en ellas,  vislumbro al emperador Adriano, en  cuya biografía novelada  la autora de  “Opus Nigrum” nos legó un aporte certero  del discernimiento del poder político,

Al hombre lo contemplo viejo, enmohecido. Enterró en la tarde el cuerpo joven de su amado Antinoo, y llora como un niño asustado en la sombras. Su dolor se desnuda igual a las hojas en el  otoño y siento compasión  al verlo afligido.

Recapacito quejumbroso en lo que puede hacer una  mirada  asceta en medio de las oscuridades al fondo del ventanal. Uno, ser vulnerable,  termina convirtiendo los actos cotidianos  en un murmullo, casi en monólogo interior, un ir descorriendo las cortinas de nuestra pequeña vecindad intentando hallar un resquicio de esperanza. Dante lo  exclamó siglos después: “Los que entráis aquí perded toda esperanza”. Era el pórtico del averno y tardamos en saberlo cuando ya era demasiado tarde.

Constantino Cavafis, el poeta ambulante en “El cuarteto de Alejandría”, lo dijo con sentimiento helénico: “Un monótono día sigue a otro / idénticamente monótono. Las mismas cosas / nos ocurrirán una y otra vez, / los mismos momentos van y vienen.”
La noche  huele a mazorcas húmedas y hay resortes adoloridos sobre las manos y en las tapas de los libros que reposan sobre el tálamo. Es hora de retornar  al obligado  duermevela