La
ciudad blancuzca mira al mar- océano y el salitre solapado se reviste saliva. A
babor de la mezquita de Hassan II, el ocaso es purpúreo, y la metrópoli un abanico de Suras islámicas.
Amplias
avenidas, bulevares, jardines, escondrijos donde el tiempo se adhiere a las piedras y éstas se
ufanan de ser cuero repujado iniciado de la Meca
Los seres
que hemos cruzado el epicentro de la existencia y cuyos ojos miran sin ver, vamos a Casablanca (es la metrópoli,
no hay otra) con el deseo de inclinarnos en la imaginaria mesa del Night Club
de Rick en la película que hizo famosa a la ciudad, aunque se realizó íntegramente
en el Valle de San Fernando, Los Ángeles, tras las colinas de Hollywood, y no en el suelo
marroquí.
En
la noche cuajada en que contemplamos a Rick Blaine en la alta madrugada
cubierta de niebla acodado sobre la barra de su café americano con la mirada lejana,
a todos nos parece ver el regreso de lo
que individualmente ocurre una vez en la vida: una cicatriz hendida al trasluz
de una palmatoria.
Es imperecederamente trivial y aún así indiscutible:
se ama de diversas maneras, pero se
recuerdan sus arrebatos entonando antiguas melodías o, como en esta ocasión,
viendo viejas películas en blanco y negro.
Cada mujer sabe en un instante puntual que el deseo auténtico y desnudo, cuando alcanza
las membranas vehementes del cuerpo, invade una zona mágica del alma, algo sin
lógica aparente, y aún así señal inequívoca de que la naturaleza ardiente y arrastradora la hace
sofocarse ceñida al pensamiento sinuoso llamado sensualidad seducida.
El
director José Luis Garci, el mismo que recibió un Oscar por “Volver a empezar”,
esa película de nostalgias imperecederas, decía que desde que vimos a Rick jugando
solo al ajedrez, firmando un cheque de mil francos marroquíes (“O.K., Rick”) y
lo subraya con reciedumbre, tragando y escupiendo nicotina, supimos que
estábamos ante un héroe o, es lo mismo, delante de un tipo admirado en
cualquier estación de la existencia, por cualquier generación. Hay gestos que
perduran entre las dobleces del tiempo.
Recuerda
y encontrarás las raíces de la escritura. Hace un tiempo, tal vez inmemorial, saliendo hacia el hotel
Meliá Caracas a una reunión donde la política no estaba ausente, vimos o
sentimos posada en la mirada una niebla coagulada bajando de las quebradas de
la cordillera del Ávila.
En
unos instantes cubrió la avenida Casanova y todo su perímetro de Sabana Grande.
Era la hora de los duendes cariñosos y carnales cuando parejas de enamorados
abandonaban rancios tugurios, dándonos cuenta
en ese relámpago de que nosotros, los añejos enamorados, ya no éramos los mismos.
Sin
equívocos, la vida nos fue tejiendo hileras interminables de cicatrices, y la
mayoría de ellas, las más insondables, siguen haciendo nido en la comisura del
aliento.
Hay algo innegable: Rick supo, desde esa
despedida nocturna en el aeropuerto de Casablanca envuelto en niebla, como era salvado para toda la eternidad a
razón de un gesto desprendido y dos pasaportes hacia la libertad en manos de Víctor
Laszlo – Paul Henreid – e IIsa – Ingrid Bergman - .
Los que en algún momento de nuestra existencia
mundanal hemos asistido con Rick a la
ceremonia de “Casablanca” sabemos que
esa historia es simplemente un relato de
pasión con salvoconductos en blanco y
negro, la magia de un tiempo en que existir
era un estilo con ramalazos inquebrantables.
A
este tenor, de la metrópoli tropical africana con machete igual a los alfanjes de Casablanca, perdura una “tristesse”,
un reconcomio interior. La tierra meridional es un torrente de irradiación y
color, y en ella el tiempo varado encaja en la melancólica mirada de Rick.
Pienso esto al alba de la mañana en esa parte alauita de la ciudad que mirando
siempre hacia el mar, tiene algo de nuestra
esencia interior: calma chicha.
Todos, en algún aliento o exhalación
perenne, sentimos como el yermo de la
mirada se puede tocar con las manos, se
hace dobleces y la guardamos entre las cuitas interiores. Con las ciudades entumecidas en nuestra sangre no sucede lo mismo, aún asumiendo una etérea humedad en la juntura de los labios.
La telilla amuleto - trascurridas añadas de
su primera proyección – se contempla con idéntica euritmia trémula.
Con
ascuas de amanecida partimos al encuentro de esa pasión arrebatadora y en la
ciudad hallamos niebla, y con ella el reputado “couscous”, servido a nuestro
agrado, sin sémola, solo el estofado de verduras y carne.
En el “night club”, Rick
se bambolea junto a su amigo el solista Sam, y bajo las secuelas del alcohol, le pide que vuelva a interpretar al piano la canción de un adiós perdurable.
“Si ella suplicó que acariciaras la melodía y
la aguantó con ojos humedecidos, yo
puedo hacerlo Sam. ¡Tócala para mi!”.
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