lunes, 7 de septiembre de 2015

“Tócala otra vez, Sam”





Resultado de imagen para Afiche de la película Casablanca                              Resultado de imagen para Afiche de la película Casablanca






La ciudad blancuzca mira al mar- océano y el salitre solapado se reviste saliva. A babor de la mezquita de Hassan II, el ocaso es  purpúreo, y la metrópoli un  abanico  de Suras  islámicas.

Amplias avenidas, bulevares, jardines, escondrijos donde el  tiempo se adhiere a las piedras y éstas se ufanan de ser cuero repujado iniciado de la Meca

 Los  seres que hemos cruzado el epicentro de la existencia y cuyos ojos miran  sin ver, vamos a Casablanca (es la metrópoli, no hay otra) con el deseo de inclinarnos en la imaginaria mesa del Night Club de Rick en la película que hizo famosa a la ciudad, aunque se realizó  íntegramente  en el Valle de San Fernando, Los Ángeles,  tras las colinas de Hollywood, y no en el suelo marroquí. 

En la noche cuajada en que contemplamos a Rick Blaine en la alta madrugada cubierta de niebla acodado sobre la barra de su café americano con la mirada lejana, a todos nos parece ver el regreso  de lo que individualmente ocurre una vez en la vida: una cicatriz hendida al trasluz de una palmatoria.

 Es imperecederamente trivial y aún así indiscutible: se ama de  diversas maneras, pero se recuerdan sus arrebatos entonando antiguas melodías o, como en esta ocasión, viendo viejas películas en blanco y negro.

 Cada mujer sabe en un instante puntual que  el deseo auténtico y desnudo, cuando alcanza las membranas vehementes del cuerpo, invade una zona mágica del alma, algo sin lógica aparente, y aún así señal inequívoca de que  la naturaleza ardiente y arrastradora la hace sofocarse ceñida al pensamiento sinuoso llamado sensualidad seducida.

El director José Luis Garci, el mismo que recibió un Oscar por “Volver a empezar”, esa película de nostalgias imperecederas, decía que desde que vimos a Rick jugando solo al ajedrez, firmando un cheque de mil francos marroquíes (“O.K., Rick”) y lo subraya con reciedumbre, tragando y escupiendo nicotina, supimos que estábamos ante un héroe o, es lo mismo, delante de un tipo admirado en cualquier estación de la existencia, por cualquier generación. Hay gestos que perduran entre las dobleces del tiempo.

Recuerda y encontrarás las raíces de la escritura. Hace un tiempo,  tal vez inmemorial, saliendo hacia el hotel Meliá Caracas a una reunión donde la política no estaba ausente, vimos o sentimos posada en la mirada una niebla coagulada bajando de las quebradas de la cordillera del Ávila.

En unos instantes cubrió la avenida Casanova y todo su perímetro de Sabana Grande. Era la hora de los duendes cariñosos y carnales cuando parejas de enamorados abandonaban rancios tugurios, dándonos cuenta  en ese relámpago de que nosotros, los añejos enamorados,  ya no éramos los mismos.

Sin equívocos, la vida nos fue tejiendo hileras interminables de cicatrices, y la mayoría de ellas, las más insondables, siguen haciendo nido en la comisura del aliento.

  Hay algo innegable: Rick supo, desde esa despedida nocturna en el aeropuerto de Casablanca  envuelto en niebla,  como era salvado para toda la eternidad a razón de un gesto desprendido y dos pasaportes hacia la libertad en manos de Víctor Laszlo – Paul Henreid – e IIsa – Ingrid Bergman - .

 Los que en algún momento de nuestra existencia mundanal  hemos asistido con Rick a la ceremonia de “Casablanca” sabemos  que esa historia es  simplemente un relato de pasión con  salvoconductos en blanco y negro, la magia de  un tiempo en que existir era un estilo con ramalazos inquebrantables.

A este tenor, de la metrópoli tropical africana con machete igual   a  los alfanjes de Casablanca, perdura una “tristesse”, un reconcomio interior. La tierra meridional es un torrente de irradiación y color, y en ella el tiempo varado encaja en la melancólica  mirada de Rick.

 Pienso esto al alba de la mañana  en esa parte alauita de la ciudad que mirando siempre hacia el mar, tiene algo de nuestra  esencia interior: calma chicha.

 Todos, en algún aliento o exhalación perenne,  sentimos como el yermo de la mirada se puede tocar con las manos,  se hace dobleces y la guardamos entre las cuitas interiores. Con las ciudades  entumecidas en nuestra  sangre no sucede lo mismo, aún asumiendo una etérea  humedad en la juntura de los labios.

La telilla amuleto - trascurridas añadas de su primera proyección – se contempla con idéntica euritmia  trémula.

Con ascuas de  amanecida partimos al  encuentro de esa pasión arrebatadora y en la ciudad hallamos niebla, y con ella el reputado “couscous”, servido a nuestro agrado, sin sémola, solo el estofado de verduras y carne.

En el  “night club”, Rick se bambolea junto a su amigo el solista Sam,  y bajo las secuelas del alcohol,  le pide  que vuelva a interpretar  al piano  la canción de un adiós  perdurable.

 “Si ella suplicó que acariciaras la melodía y la aguantó con ojos  humedecidos, yo puedo hacerlo Sam. ¡Tócala para mi!”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario