miércoles, 29 de abril de 2015

Mediterráneo

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Afloran igual a  gaviotas laceradas sobre las olas de un mar Mediterráneo escaldado de salitre color sangre, ecos de muerte y,   sin más ilusión que acariciar una costa. 

Fantasean en sus desvaríos con arenales deslumbrantes, litorales verdes, ríos de agua limpia sin veneno de contaminación; pan de trigo, leche tibia, en medio de noches claras, diáfanas y serenas, pero  lo más que la consigue la mayoría - puñados entrujados de hombres , mujeres y niños color azabache limado de hambre  - es a sentir la muerte revestida de espuma frenética tragándolos en el fondo de las aguas embravecidas, las tan galanteada en los versos de Constantino Kavafis, el poeta alejandrino de Lawrence Durrel en su “Cuarteto”. 

Dijiste: “Iré a otra ciudad, iré a otro mar.

Otra ciudad ha de hallarse mejor que ésta.

Todo esfuerzo mío es una condena escrita;

Y mi corazón – como un cadáver – sepultado”.

Sus éxodos es perder la vida cerca de una costa bajo una luna rellena de afanes, en un latifundio que malamente ofrece polvo y aluviones huraños  fogosos.

 Europa – la arcaica  madre - se encuentra despavorida. Cientos, miles de famélicos emigrantes africanos son un cuadro real  de una tragedia  de espanto que no cesa.

 En un  poblado de nombre  Nuadibú – ni  un árbol, ni una sombra en docenas de kilómetros a la redonda, solamente sol perpetuo y abrasador-, sus habitantes jóvenes, mientras esperan un cupo para subir a una lancha canija,  intentan ganarse la vida excavando las tumbas en las que serán enterrados sus compañeros náufragos en la peligrosísima aventura cada semana.

Cobran tres euros al día bajo un ardor infernal, intentado no pensar que esa zanja tal vez un día  no lejano pueda contener sus propios  cuerpos amortajados.

 En Mali, país tierra infraestructuras, industria ni trabajo, solo miseria, el único camino es salir al océano al encuentro de otros horizontes. Los que se quedan, solamente cosechan mijo todo el año,  y cuando vienen como la marabunta  las plagas de langostas, ni eso.

 En cada pueblo  de Libia y más al sur,  se elige a un joven. Todos venden lo que pueden y ayudar al afortunado que preferirá morir en el mar, un barranco inhóspito o a manos de contrabandistas, antes que retornar derrotado al poblado.

Se comprende  ahora el pavoroso libro del húngaro  Imre Kertész-  Premio Nobel de Literatura -  culpable siempre  de haber sobrevivido a los horrores de los campos de concentración, el stalinismo y, en su heredad natal, el kadarismo.

Europa debería saber hasta el tuétano lo que significa dejar los campos amado o cada uno de los  anhelos sembrados.

 Los pájaros  agonizan a causa de su trinar. Entre el ave y el inmigrante hay un riachuelo de mutismo, frases laceradas,  frenesís excelsos y  amapolas mustias.

Es el tintineo del alma cuando sobre una tambaleante patera unos ojos recubiertos de nitro  escudriñan la lejanía buscando la playa deseada, y solamente hallan  - la mayoría de las veces -  las imperecederas fauces del Mediterráneo.

Y es una chacota: llaman – a ese lago grande -  el mar de las civilizaciones.

viernes, 10 de abril de 2015

Ciudad con río y mar










A razón de estar  leyendo - he tardo años en comenzarlo, al ir de Fernando Pessoa a   José María  Eça de Queiroz, y de éste a José Saramago - “Canto libre del Orfeo rebelde” del lusitano Migue Torga, me han venido pasados recuerdos de la ciudad que besa con pasión desmedida  y se apretuja por última vez al río Tajo, un  caudal de agua con una ciudad al fondo,  inundada de azules, ocres  y verdes.

 Miguel Ferreira usa mejores pinceladas: “Blanca azul roja verde castaña verde blanca muy blanca irresistiblemente alegre y acogedora flotando por el Tajo. Tierra a la vista. Era Lisboa”.

De ese promontorio, sobre el castillo de San Jorge, tengo una cicatriz en un costado del alma. Posiblemente ya no se vea, pero de aquella muchacha del añejo barrio de Alfama, donde los planos resultan inútiles para orientarse, me queda su sabor a salitre, sus ojos grandes, brunos - dos ascuas encendidas -, inundados de agua cuando me esperaba un pequeño paquebote para llevarme al norte, a Viana de Castelo, donde nos aguardaban, a ella el olvido, y a mí un seguir haciendo caminos.

Ya se sabe, los enamorados quieren a toda costa que su apego se vea, pero que su pasión no se comparta. ¿Dónde estará ahora Ana de Aveiro? En sueños la recuerdo y me sigue sabiendo su piel a ese licor de guindas llamado “grihinga” que solíamos tomar, en el último grito de la noche lisboeta, por la Rua Cascais.

Yo he escuchado decir que Lisboa se asemeja a un laberinto, pero eso suele suceder con frecuencia cuando uno es vencido por ese elixir prodigioso llamado Ribeiro, Carbalho, Ferreira, el rey de los aguardientes. Entonces sí, la ciudad, desde la Rua Alecrim arriba hasta llegar a Santa Catarina, se envuelve en un tejido de deseos imposibles.

 Para muchos viajeros, la verdadera Lisboa de Camoens está en las tascas y los restaurantes con azulejos enmarcados, aún hoy, en las técnicas del siglo XVII, donde comer, beber, jugar a las cartas, discutir de fútbol y hablar mal del gobierno de turno, forman parte de la esencia de  esa  raza de  marinos y emigrantes.

Pero para mí la ciudad  ya no es la urbe aristocrática y bohemia de “Los Maías” o la de “El primo Basilio”, grandes novelas de Eça de Queiroz aparecidas a finales del siglo XIX, sino una ciudad de trabajadores que transitan incansablemente las avenidas, ruas y muelles en busca de sus sueños cotidianos.

Luego de disfrutar de los atractivos de la urbe en la habitación del hotel con vista sobre huertas y jardines, nos dimos cuenta de lo cerca que en la ciudad  están los extremos opuestos.

En esta Lisboa - nadie sabe con certeza si es Atlántica o Mediterránea -  leímos hace tiempo en una guía de turismo: “La opulencia  se codea con la pobreza; los viejo con lo nuevo; lo alto con lo bajo; lo oculto, con lo sublime y profano”.

Y así, de forma mágica, todo viajero debe abandonar su  voluntad a la belleza para buscarla más allá de las remembranzas que la mirada asombrada  halla en el doblar de una esquina o ante la suave candidez de un geranio en una maceta de barro cocido al sol.

Acaso igual que estas letras de hoy  maceradas de tierra, licor  de cerezas y salitre.

 

 








A razón de estar  leyendo - he tardo años en comenzarlo, al ir de Fernando Pessoa a   José María  Eça de Queiroz, y de éste a José Saramago - “Canto libre del Orfeo rebelde” del lusitano Migue Torga, me han venido pasados recuerdos de la ciudad que besa con pasión desmedida  y se apretuja por última vez al río Tajo, un  caudal de agua con una ciudad al fondo,  inundada de azules, ocres  y verdes.

 Miguel Ferreira usa mejores pinceladas: “Blanca azul roja verde castaña verde blanca muy blanca irresistiblemente alegre y acogedora flotando por el Tajo. Tierra a la vista. Era Lisboa”.

De ese promontorio, sobre el castillo de San Jorge, tengo una cicatriz en un costado del alma. Posiblemente ya no se vea, pero de aquella muchacha del añejo barrio de Alfama, donde los planos resultan inútiles para orientarse, me queda su sabor a salitre, sus ojos grandes, brunos - dos ascuas encendidas -, inundados de agua cuando me esperaba un pequeño paquebote para llevarme al norte, a Viana de Castelo, donde nos aguardaban, a ella el olvido, y a mí un seguir haciendo caminos.

Ya se sabe, los enamorados quieren a toda costa que su apego se vea, pero que su pasión no se comparta. ¿Dónde estará ahora Ana de Aveiro? En sueños la recuerdo y me sigue sabiendo su piel a ese licor de guindas llamado “grihinga” que solíamos tomar, en el último grito de la noche lisboeta, por la Rua Cascais.

Yo he escuchado decir que Lisboa se asemeja a un laberinto, pero eso suele suceder con frecuencia cuando uno es vencido por ese elixir prodigioso llamado Ribeiro, Carbalho, Ferreira, el rey de los aguardientes. Entonces sí, la ciudad, desde la Rua Alecrim arriba hasta llegar a Santa Catarina, se envuelve en un tejido de deseos imposibles.

 Para muchos viajeros, la verdadera Lisboa de Camoens está en las tascas y los restaurantes con azulejos enmarcados, aún hoy, en las técnicas del siglo XVII, donde comer, beber, jugar a las cartas, discutir de fútbol y hablar mal del gobierno de turno, forman parte de la esencia de  esa  raza de  marinos y emigrantes.

Pero para mí la ciudad  ya no es la urbe aristocrática y bohemia de “Los Maías” o la de “El primo Basilio”, grandes novelas de Eça de Queiroz aparecidas a finales del siglo XIX, sino una ciudad de trabajadores que transitan incansablemente las avenidas, ruas y muelles en busca de sus sueños cotidianos.

Luego de disfrutar de los atractivos de la urbe en la habitación del hotel con vista sobre huertas y jardines, nos dimos cuenta de lo cerca que en la ciudad  están los extremos opuestos.

En esta Lisboa - nadie sabe con certeza si es Atlántica o Mediterránea -  leímos hace tiempo en una guía de turismo: “La opulencia  se codea con la pobreza; los viejo con lo nuevo; lo alto con lo bajo; lo oculto, con lo sublime y profano”.

Y así, de forma mágica, todo viajero debe abandonar su  voluntad a la belleza para buscarla más allá de las remembranzas que la mirada asombrada  halla en el doblar de una esquina o ante la suave candidez de un geranio en una maceta de barro cocido al sol.

Acaso igual que estas letras de hoy  maceradas de tierra, licor  de cerezas y salitre.