Ariel Sharón, uno de los políticos más controvertidos de la historia de Israel, falleció a los 85 años en el hospital de Tel Aviv en el que estaba ingresado desde 2006.
La salud del ex primer ministro, en coma desde que hace ocho años sufriera un
masivo derrame cerebral, comenzó a deteriorarse hace dos meses y medio, y en
los últimos días sufría una insuficiencia renal.
Durante media
vida fue un duro halcón, uno de
tantos militares israelitas preparados para
la guerra con los árabes, pero una vez tomó las riendas del gobierno, ha sido
el primer ministro que más lejos llegó en el camino de paz con los palestinos.
Su papel ha
sido difícil en ambos campos: el radical palestino y el de los fanáticos
israelitas.
Posiblemente el uso
de la fuerza armada contra el terrorismo sea un método político eficaz, y aún así
contraproducente, ya que enfrentar el
odio y el fanatismo, haciendo uso de técnicas
tradicionales, no ofrece el resultado apetecido.
El enemigo no es el Islam; no obstante, ahí se
halla la fuente donde catan esos fanáticos sus creencias paradisíacas y
el recóndito desprecio por todo lo
occidental, incluyendo el modelo de gobierno pluralista.
Desde
el día aciago en que el líder del Likud
subió al Monte del Templo y la
Explanada de las Mezquitas en Jerusalén, lugar santo de todo
buen mahometano, los palestinos
consideraron ese acto como una
provocación de tal envergadura, que aún hoy sigue produciendo emanaciones
funestas.
Sharon era granito puro.
No aceptó entregar los altos del Golán a
Siria sin un acuerdo firme de seguridad, ni dividir Jerusalén simplemente por
imperativo del terror salido de la
Franja de Gaza.
Hizo
una política clara y precisa: Pueden haber acuerdos con los
palestinos, muchos y variados. O uno solo y amplio si ellos lo desean, pero
antes debe cesar todo acto extremista. Y recalcaba: “Israel solamente hace lo
que todo estado en su misma situación realizaría sin ceder un ápice:
defenderse”.
Lo expresó en
su momento y lo deja ahora como un
legado:
“Yo, que he
vivido y participado en tantas guerras, soy un hombre de paz auténtica, no de
palabras manipuladas hacia esa dirección”.
La situación de Oriente Medio no es una disyuntiva,
como muchos piensan, entre una guerra inminente y una paz inmediata.
Lo
suyo era negarse en rotundo a negociar con el terrorismo, al ser un sendero de
concesiones que al final no llega a
ninguna parte.
“A los terroristas, ni agua. Primero piden
un vaso, después una jarra, más tarde un tonel
y por último todos los ríos de agua dulce del planeta sin conceder nada
a cambio”.
Y planteaba
una regla intermedia con sus vecinos, que sin llamarse un acuerdo de paz,
dejaría en poder de Israel sus baluartes
estratégicos, con una Jerusalén unificada
bajo soberanía judía.
“No repetiré los viejos errores de antaño:
ceder y más ceder a los palestinos sin obtener nada a cambio.”
Y con ese decálogo ha muerto.
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