sábado, 11 de enero de 2014

El legado de Ariel Sharón





Ariel Sharón, uno de los políticos más controvertidos de la historia de Israel, falleció a los 85 años en el hospital de Tel Aviv en el que estaba ingresado desde 2006.

La salud del ex primer ministro,  en coma desde que hace ocho años sufriera un masivo derrame cerebral, comenzó a deteriorarse hace dos meses y medio, y en los últimos días sufría una insuficiencia renal.

Durante media vida  fue un duro halcón, uno de tantos  militares israelitas preparados para la guerra con los árabes, pero una vez tomó las riendas del gobierno, ha sido el primer ministro que más lejos llegó en el camino de paz con los palestinos.

Su papel ha sido difícil en ambos campos: el radical palestino y el de los fanáticos israelitas.

Posiblemente el uso  de la fuerza armada contra el terrorismo sea  un método político eficaz, y aún así contraproducente,   ya que enfrentar el odio y el fanatismo, haciendo uso de técnicas  tradicionales, no ofrece el resultado apetecido.

El enemigo no es el Islam; no obstante, ahí se halla  la fuente donde catan  esos fanáticos sus creencias paradisíacas y el  recóndito desprecio por todo lo occidental, incluyendo el modelo de gobierno pluralista.

 Desde el día aciago en que el líder  del Likud subió al Monte del Templo y la Explanada de las Mezquitas en Jerusalén, lugar santo de todo buen  mahometano, los palestinos consideraron  ese acto como una provocación de tal envergadura, que aún hoy sigue produciendo emanaciones funestas.

Sharon era  granito puro. 

No aceptó entregar los altos del Golán a Siria sin un acuerdo firme de seguridad, ni dividir Jerusalén simplemente por imperativo del terror salido de la Franja de Gaza.

 Hizo una  política  clara y precisa: Pueden haber acuerdos con los palestinos, muchos y variados. O uno solo y amplio si ellos lo desean, pero antes debe cesar todo acto extremista. Y recalcaba: “Israel solamente hace lo que todo estado en su misma situación realizaría sin ceder un ápice: defenderse”.

Lo expresó en su momento  y lo deja ahora como un legado:

“Yo, que he vivido y participado en tantas guerras, soy un hombre de paz auténtica, no de palabras manipuladas hacia esa dirección”.

La situación de Oriente Medio no es una disyuntiva, como muchos piensan, entre una guerra inminente y una paz inmediata.

  Lo suyo era negarse en rotundo a negociar con el terrorismo, al ser un sendero de concesiones que al final no llega a  ninguna parte.

“A los terroristas, ni agua. Primero piden un vaso, después una jarra, más tarde un tonel  y por último todos los ríos de agua dulce del planeta sin conceder nada a cambio”.

 Y planteaba una regla intermedia con sus vecinos, que sin llamarse un acuerdo de paz, dejaría  en poder de Israel sus baluartes estratégicos, con una Jerusalén unificada  bajo soberanía judía.

“No repetiré los viejos errores de antaño: ceder y más ceder a los palestinos sin obtener nada a cambio.”

Y con ese decálogo ha muerto.