jueves, 29 de marzo de 2012

Benedicto y Fidel

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 En este encuentro privado entre Benedicto XVI y Fidel Castro, la fotografía ofrecida en la mayoría de los periódicos del mundo, sí dice más que mil palabras.
Un Fidel vestido con chándal deportivo, rostro compungido, barba deshilachada entre blanca y ambarina, mira con una expresión doliente al Santo Padre.
El Papa toma las manos del enfermo entre las suyas y le mira con piedad comprensiva, muy tierna. El aguerrido revolucionario de todas las batallas, es un anciano desvalido, su luz se apaga, el tiempo lo tomó en su reloj de arena y solamente parece espera el hálito definitivo.
Lo que hablaron nadie lo sabe. Salieron detalles de cortesía estereotipada entre personas deseosas de verse. El ex presidente le preguntó al Pontífice sobre cuestiones de liturgia y su trabajo en el Vaticano. A partir de ahí los asistentes los dejaron solos. Entre los dos, como si se tratara de una confesión, hubo susurros, palabras suaves, siseos durante 28 minutos.
La reunión no estaba incluida en el programa oficial del viaje; con todo, la Santa Sede había anunciado que si Fidel deseaba reunirse con Benedicto XVI, éste estaría disponible. Días antes el propio Comandante dijo que anhelaba mantener ese encuentro.
Ahora, tras esa imagen -un lienzo de matices humanos sorprendente- habrá diversas especulaciones que solamente el ex mandatario cubano pudiera revelar en algunas de sus cartas públicas. O tal vez no.
Una vez despejara el avión de Alitalia del Aeropuerto José Martí hacia Roma, comenzaron a llegar comentarios heterogéneos y peregrinos muy resaltados en los medios de comunicación italianos.
En ellos se barajaba la posibilidad de que Fidel, educado de niño en un colegio de jesuitas y muy devoto en esa edad - cumplirá 86 años en agosto- se estaba planteando abandonar su empecinado ateísmo para abrazar de nuevo el catolicismo relegado, muchos años después de que Juan XXIII lo excomulgara.
¿Conjeturas? Quizás. No obstante esa fotografía muestra a un hombre compungido, como si estuviera pidiendo ayuda a Benedicto XVI.
Hace unos meses, el hombre de la barba bermeja, habiendo removido sobre su camastro de enfermo los tratados de Ocha, Ifa y Orula a los que agasaja con devoción pagana, lanzó al orbe santero una frase que, venida de él, es lapidaria y hace pensar ahora, tras la reunión con Joseph Ratzinger, el suplicio de un espíritu afligido: “¡Cómo me gustaría estar equivocado!”.
Pudiera ser una especulación o cierto artificio del lente fotográfico, pero nunca se ha visto tan desencajado un rostro de Fidel macerado, hendido, cansado y adolorido, atendiendo ensimismado las palabras del Vicecristo en la Tierra.

sábado, 10 de marzo de 2012

Gabo



Gabriel García Márquez


Gabriel García Márquez llegó a esa edad en que la perennidad se puede acariciar con las manos, imaginar un nirvana nuevo, y sentarse a la diestra de Dios padre a contarle el fundamento del pasmoso realismo mágico, cuando el hacedor del Cosmos, a la hora nona de la creación, se había quedado adormecido.

Estos días Gabo ha cruzado el epicentro de los 85 años, un lapso hecho para la hipocondría herética, pero en él tornado presente esplendido. Lo había dicho su amigo Arturo Uslar Pietri un día en La Alta Florida caraqueña, cuando el autor de “Las lanzas coloradas” cruzó con creces el umbral del tiempo inmemorial:

“Uno no es joven ni viejo, se vive”.

No hay otra verdad más espaciosa cuando de la existencia humana se trata.

García Márquez posee un don prodigioso. Una anochecida, ya remota, en una tasca putera de Barranquilla discutió con su propio alter ego y decidió que su imaginación luciferina (así la retrataría Mario Vargas Llosa) impregnada de puñeteras mentiras y fabulosas irrealidades, sería –a partes iguales - compartida entre él y los excluidos de la tierra que no poseyeran una entelequia que ayudara a desnucar la soledad, los turbiones del alma y el deshielo de los amoríos tempranos en los pastizales de la ciénaga caribeña.

En Bahía de Todos los Santos, terrenal oceánico en el que germinó la irradiación del realismo mágico, el sumo sacerdote de esa religión de árboles creciendo en el aire y mujeres pariendo en cuencos con agua de coco, Jorge Amado -pelo blanco, juntura de babalao-, solía decir al socaire de una taza de café boca abajo, tabaco negro bañado en ron, que si un escritor nace sin el “don” poco valdría esforzarse.

Lo portentoso se siente, relumbra, parpadea y habla en las páginas de Gabo, pero aún así él dice: “No hay una sola línea en ninguno de mis libros que no tenga su origen en un hecho real”. Y cuenta como después de leer “La metamorfosis” de Kafka, gritó fascinado como un poseído:

“¡Carajo! Pero si así hablaba mi abuela Tranquilina Iguarán”.

Y ahí, en Tranquilina, está la mujer, todas las mujeres que han acompañado al costeño y lo han sostenido entre lo imaginario y lo simbólico.

“Cien años de Soledad” es el libro mitológico; “El amor en los tiempos del cólera”, la continuación del primero por otros vericuetos; éste guarda el sabor de la innata literatura y en sus páginas los personajes poseen, si eso cabe, más consistencia propia que los de Macondo.

Y así en el río Magdalena, en cuyos ribazos Simón Bolívar encontró el finito de su lucha y cuyas aguas suben y bajan a la vez, García Márquez clavó un amor como ningún Buendía, con mil años y más sobre la piel cobriza viviera, podría superar.

Fue tan humana esa querencia, que uno, como lector, la acariciaba y salía con la mano cubierta de un sudor calenturiento y húmedo: la sinrazón amorosa sostén primogénito de esa fogosidad, única e imperecedera al trasluz de Fermina Daza.