viernes, 28 de octubre de 2016

Mitterrand amaba


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Del amor y sus apasionadas y dubitativas consecuencias se sabe mucho y poco a su vez, siendo esto más certero cuando existen ejemplos enternecedores muy a mano: ahora mismo, esas 1.200 cartas publicadas hace unos días   en Paris, afloradas  de la gaveta de las emociones palpables   por la receptora de las misivas  enviadas,  durante más de tres décadas,  del puño y letra de un hombre cuya imagen ante el mundo ha sido distante, dura y  reservada hasta lo inconmensurable: François Mitterrand, presidente  de Francia de 1981  a 1995.

 El jefe del Estado galo invariablemente vivió en su domicilio conyugal con su esposa, la incombustible Danielle  Gouze  e hijos, manteniendo en todo momento una relación  extraconyugal secreta  con la que sería el verdadero amor de su existencia. Cuando la pasión desbordada llegó, el político tenia 46 años –  casado, dos hijos -  y la joven que le hizo tintinear  la sangre hirviente se llamaba   Anne Pingeot. Contaba con 19 años recién cumplidos.

Hoy, a razón de esas epístolas colmadas de vehemente deseo ardoroso, sabemos que esa ternura duraría hasta la muerte  de unos de los políticos más enigmáticos de Europa. El y el silencio mantenían un pacto irrompible resquebrajado la pasada semana y, aún así,  la acción admirable de esa mujer fue expresarle al mundo  que Mitterrand, frío como un témpano, poseía un corazón sentimental  cuya sangre circulaba embravecida y palpitaba a los tiernos llamados  de  los resquicios afectivos de una jovencita en flor.   

Un autor clásico  lo dejó en una mirada femenina  lacerada de dulzura: “Polvo serás, más polvo enamorado”.

Años más tarde lo acentuó con pródiga certidumbre  el poeta alemán Rainer María Rilke: “El amor consiste en dos soledades que se protegen, limitan y procuran hacerse mutuamente felices.”

El estadista y  Anne  no serán una reencarnación de Romeo y Julieta, Dante  y Beatriz o Tristán e Isolda, aunque una vez conocida esa magna entrega, su pasión irrompible cruzó las puertas del edén terrenal, lugar elevado   donde el amor habla sin bajar la mirada ante los dioses del Olimpo. 

Al leer las cartas enviadas durante años a esa afinidad encendida, sabemos cuanta devoción poseía esa figura dura y hasta despiadada en el arroyo de la política, hacia aquella muchachita apenas salida de la pubertad y cuyo lazo febril perduró hasta su muerte.

En homenaje a ellos, leamos alguna de las frases de Mitterrand:

“Siento hacia ti la ternura total que exige sin duda nuestra extraña condición: el incesto absoluto. Mi hija, mi amante, mi mujer, mi hermana, mi Anne, mi siempre y mi para siempre”.

 Las esquelas son una alianza amorosa inflamada, esplendora, inmensa;  nadie la pudo frenar. Cada pensamiento de François en Anne – tuvieron una hija de nombre Mazarine – pervive   sobre  el mundano ruido de la política diaria, y así,  en medio de una importante reunión en el palacio del Eliseo, el presidente se encierra en si mismo, no escucha nada, toma una cuartilla y subraya a su ardor incandescente: “Escribo estas líneas desde la sala del Consejo. Alrededor de la mesa redonda, los dirigentes europeos charlan en voz baja. La señora Thatcher prepara sus armas. Chirac, mi vecino de la derecha, va y viene. A mi izquierda se sienta  González  (Felipe) el español. Kohl, que preside, suspira”.

 Los líderes europeos representan en ese momento meras sombras mientras la mente del  adalid de Francia va al encuentro de su ternura dulcificadora. Nada interesa, solamente Anne pervive en la luz de su alma.  No hay palabras, y si las hubiera, únicamente pueden agarrarse a las pronunciadas en los versos del clérigo mundano Lope de Vega: “Esto es amor, quien lo probó lo sabe”.

Mitterrand, ya ex presidente,   sabe que  el corazón   mencionado por Blaise Pascal posee razones que la razón ignora, y así, en sus noches de duermevela debido al cáncer de próstata que padece y le llevaría a la muerte, va desgranando a la amada otras misivas ardientes. Francia sabe que el hombre de tesón de acero, espíritu indomable, luchador a tiempo completo, estadista admirable y temido, orgulloso sin freno y  ya camino de la sepultura, tiene sus pensamientos reposando sobre el corazón de Anne Pingeot y su pequeña  Mazarine, niña tierna como un tallo de  romero a la que llama “rocío de mar”.

Sabemos que a Mitterrand le han escarbado su vida política  sin piedad, siendo  el momento  de perpetuarle como uno de los estadistas, con Charles De Gaulle, más importante del siglo XX francés.

Los dos fueron absorbentes con el poder; la patria se encarnaba en ellos. Entre nuestras asignaturas pendientes está Francia, no en el sentido de nación de larga data, sino en  una ensoñación elevada a recuento  de esas 1.200 cartas amorosas y toda  una fogosidad de sexualidad impetuosa venida de las postrimerías del siglo V con Clodoveo y Clotilde de Borgoña.

¡Ay, l’amour!

Mitterrand y el amor




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Del amor y sus apasionadas y dubitativas consecuencias se sabe mucho y poco a su vez, siendo esto más certero cuando existen ejemplos enternecedores muy a mano: ahora mismo, esas 1.200 cartas publicadas hace unos días   en Paris, afloradas  de la gaveta de las emociones palpables   por la receptora de las misivas  enviadas,  durante más de tres décadas,  del puño y letra de un hombre cuya imagen ante el mundo ha sido distante, dura y  reservada hasta lo inconmensurable: François Mitterrand, presidente  de Francia de 1981  a 1995.

 El jefe del Estado galo invariablemente vivió en su domicilio conyugal con su esposa, la incombustible Danielle  Gouze  e hijos, manteniendo en todo momento una relación  extraconyugal secreta  con la que sería el verdadero amor de su existencia. Cuando la pasión desbordada llegó, el político tenia 46 años –  casado, dos hijos -  y la joven que le hizo tintinear  la sangre hirviente se llamaba   Anne Pingeot. Contaba con 19 años recién cumplidos.

Hoy, a razón de esas epístolas colmadas de vehemente deseo ardoroso, sabemos que esa ternura duraría hasta la muerte  de unos de los políticos más enigmáticos de Europa. El y el silencio mantenían un pacto irrompible resquebrajado la pasada semana y, aún así,  la acción admirable de esa mujer fue expresarle al mundo  que Mitterrand, frío como un témpano, poseía un corazón sentimental  cuya sangre circulaba embravecida y palpitaba a los tiernos llamados  de  los resquicios afectivos de una jovencita en flor.   

Un autor clásico  lo dejó en una mirada femenina  lacerada de dulzura: “Polvo serás, más polvo enamorado”.

Años más tarde lo acentuó con pródiga certidumbre  el poeta alemán Rainer María Rilke: “El amor consiste en dos soledades que se protegen, limitan y procuran hacerse mutuamente felices.”

El estadista y  Anne  no serán una reencarnación de Romeo y Julieta, Dante  y Beatriz o Tristán e Isolda, aunque una vez conocida esa magna entrega, su pasión irrompible cruzó las puertas del edén terrenal, lugar elevado   donde el amor habla sin bajar la mirada ante los dioses del Olimpo. 

Al leer las cartas enviadas durante años a esa afinidad encendida, sabemos cuanta devoción poseía esa figura dura y hasta despiadada en el arroyo de la política, hacia aquella muchachita apenas salida de la pubertad y cuyo lazo febril perduró hasta su muerte.

En homenaje a ellos, leamos alguna de las frases de Mitterrand:

“Siento hacia ti la ternura total que exige sin duda nuestra extraña condición: el incesto absoluto. Mi hija, mi amante, mi mujer, mi hermana, mi Anne, mi siempre y mi para siempre”.

 Las esquelas son una alianza amorosa inflamada, esplendora, inmensa;  nadie la pudo frenar. Cada pensamiento de François en Anne – tuvieron una hija de nombre Mazarine – pervive   sobre  el mundano ruido de la política diaria, y así,  en medio de una importante reunión en el palacio del Eliseo, el presidente se encierra en si mismo, no escucha nada, toma una cuartilla y subraya a su ardor incandescente: “Escribo estas líneas desde la sala del Consejo. Alrededor de la mesa redonda, los dirigentes europeos charlan en voz baja. La señora Thatcher prepara sus armas. Chirac, mi vecino de la derecha, va y viene. A mi izquierda se sienta  González  (Felipe) el español. Kohl, que preside, suspira”.

 Los líderes europeos representan en ese momento meras sombras mientras la mente del  adalid de Francia va al encuentro de su ternura dulcificadora. Nada interesa, solamente Anne pervive en la luz de su alma.  No hay palabras, y si las hubiera, únicamente pueden agarrarse a las pronunciadas en los versos del clérigo mundano Lope de Vega: “Esto es amor, quien lo probó lo sabe”.

Mitterrand, ya ex presidente,   sabe que  el corazón   mencionado por Blaise Pascal posee razones que la razón ignora, y así, en sus noches de duermevela debido al cáncer de próstata que padece y le llevaría a la muerte, va desgranando a la amada otras misivas ardientes. Francia sabe que el hombre de tesón de acero, espíritu indomable, luchador a tiempo completo, estadista admirable y temido, orgulloso sin freno y  ya camino de la sepultura, tiene sus pensamientos reposando sobre el corazón de Anne Pingeot y su pequeña  Mazarine, niña tierna como un tallo de  romero a la que llama “rocío de mar”.

Sabemos que a Mitterrand le han escarbado su vida política  sin piedad, siendo  el momento  de perpetuarle como uno de los estadistas, con Charles De Gaulle, más importante del siglo XX francés.

Los dos fueron absorbentes con el poder; la patria se encarnaba en ellos. Entre nuestras asignaturas pendientes está Francia, no en el sentido de nación de larga data, sino en  una ensoñación elevada a recuento  de esas 1.200 cartas amorosas y toda  una fogosidad de sexualidad impetuosa venida de las postrimerías del siglo V con Clodoveo y Clotilde de Borgoña.

¡Ay, l’amour!