martes, 16 de agosto de 2016

Y Federico no estaba


Las palabras se tornaron postal de viaje y sobre ella escribimos esta epístola  andarina.

Esas aguas relumbrando al fondo de los enebros inflamados y medicinales, son del mar Mediterráneo, y siguiendo su costa doblando más al sur a la derecha, llegaré a Granada. Es agosto y el día está encendido bajo un sol inclemente. El andariego brincará sobre espesos juncales y cercetas de las albercas, hasta poder ver –“lejana y sola”– la ciudad de las alboradas, el viento de Sierra Nevada y los bulbos de las rosas sangrantes, las aguas del Darro. A su vera, los palacios Nazaríes y de Carlos V uncidos en La Alhambra, sus capiteles, el patio de los Arrayanes, Albaicín y las celosías con pasiones inflamadas tras el ensortijado de las querencias clandestinas.

He retornado a Granada y Federico no estaba.

Caminé a la Huerta de San Vicente –“si muero, dejad el balcón abierto”–,  al barranco de Viznar cercano a Alfacar. En tal lugar, en alguna parte del cielo azulino y aire con sabor a pena honda al amparo de olivos y búhos asustados, el poeta dormita al cobijo de este verano colmado de hojas achicharradas  y geranios reventones.

El escribidor caminó al encuentro del “Romancero Gitano”, y Granada, su Vega colmada de limoneros agrios, chumberas y ortigas aceitunadas, seguía sintiendo dolores de parto ante aquel cobarde y demencial asesinato que es como si hubiera roto en sangre cada año.
La ciudad transmitía desdenes melancólicos al traspasar los umbrales del moruno barrio de la Almacería. Si el alma se detenía en una arista bajo dinteles repujados loados por el mismo Alá, se podían escuchar las lágrimas de Boabdil, el último rey nazarí,  al perder la joya más preciada de su corona: Granada, la ciudad siempre  rizada de agua y luminiscencia.
Durante años nadie encontró en Alfacar las simientes de Federico.
Aquella noche de terror le acompañaron –no hay nada certero– Francisco Galadí Melga y Joaquín Arcollas Cabezas, dos banderilleros; igualmente el maestro de Pulianas, Dióscoro Galindo González.

Se supone que murió al alba, de espaldas, a la vuelta de la curva de un camino donde, al escuchar los sonidos secos de los fusiles, las cunetas y ortigas se volvieron lagrimones de fuego, y aún con toda su apasionante búsqueda que comenzó en 1955 y siguió hasta hace apenas dos años, los huesos de Lorca son la historia de un misterio. Ante todo cuando los familiares del poeta de “Romancero Gitano”, aún encontrando la osamenta, se oponen a su exhumación. Laura García, sobrina, ha sido tajante: “No vamos a dar autorización para buscar sus restos”.
Rafael Alberti lo habló en una cierta amanecida: “En esta noche en que el puñal del viento / acuchilla el cadáver del verano, / yo he visto dibujarse en mi aposento / tu rostro oscuro de perfil gitano”.

¿A que no me encuentras?

Cierto, ni el torito en celo, la cabrita mansa, ni la brisa, tampoco la alondra ni el espino: nadie aún ha podido hallar la osamenta acribillada de rencor montuno.
Retozando como las niñas chicas de Granada al jugar en los patios de claveles y acequias, intenté buscar a Federico. Tarea vana. Escarbé en los arroyos, dentro de los pozos de agua, en las fraguas, e íntimamente, con aprensión, rasgué las ramas de los almendros, y el poeta no estaba.
Lo sabía: sigue correteando con nosotros a la gallinita ciega hasta que le diga su amigo Antoñito Carborio en noche inundada de nanas, que ya es hora de adormecerse en La Alhambra para ser el guardián perpetuo de la luz, las cequias, y retornar al mismo sendero de los inconmensurables rimadores del amor donde todo el tiempo es el mismo espacio de cada ser humano cuando una voz en la prehistoria, tras bajar de un árbol, dijo con presión casi muda: “te amo”.

Lo marcó William Shakespeare y Federico asumía ese verso perenne volviéndose tumulto abrasador en sus venas: “O enséñate si quieres, tiempo anciano: / mi amor será en mis versos siempre joven”.
Cierto: en las esquinas de la Granada agosteña, Lorca no estaba. Pudiera ser que estuviera mojando los pies entre las espadañas del río Darro, viendo los arrullos de la “casada infiel” o la pasión sensual como renace siempre.
El tiempo del amor es y será perenne mientras los ardores del verano, el sudor lujurioso, se abra como abanico reventón que esparce erotismo  igual a gotas de escarcha consentida.

Hace 35 siglos en las estepas de Uruk, Mesopotamia, el quinto monarca de la ciudad sumeria, cuya épica amorosa conocía bien Federico al ser uno de los relatos más carnales dedicado al primer amor con fecha histórica, escribió:   

“Mientras la miraba / con sus arrumacos. / Seis días y siete noches, / Enkidu, excitado, / hizo el amor con Lalegre”.
La tragedia del granadino, su muerte irracional, vil, se enlaza con la poesía del amor incrustado en imperecederos versos universales.
Quevedo lo matizó: “Polvo serán, más polvo enamorado”.