Las palabras se tornaron
postal de viaje y sobre ella escribimos esta epístola andarina.
Esas aguas relumbrando al
fondo de los enebros inflamados y medicinales, son del mar Mediterráneo, y
siguiendo su costa doblando más al sur a la derecha, llegaré a Granada. Es
agosto y el día está encendido bajo un sol inclemente. El andariego brincará sobre
espesos juncales y cercetas de las albercas, hasta poder ver –“lejana y sola”–
la ciudad de las alboradas, el viento de Sierra Nevada y los bulbos de las
rosas sangrantes, las aguas del Darro. A su vera, los palacios Nazaríes y de
Carlos V uncidos en La Alhambra, sus capiteles, el patio de los Arrayanes,
Albaicín y las celosías con pasiones inflamadas tras el ensortijado de las
querencias clandestinas.
He retornado a Granada y
Federico no estaba.
Caminé a la Huerta de San
Vicente –“si muero, dejad el balcón
abierto”–, al barranco de Viznar cercano a Alfacar. En tal
lugar, en alguna parte del cielo azulino y aire con sabor a pena honda al
amparo de olivos y búhos asustados, el poeta dormita al cobijo de este verano
colmado de hojas achicharradas y geranios reventones.
El escribidor caminó al
encuentro del “Romancero Gitano”,
y Granada, su Vega colmada de limoneros agrios, chumberas y ortigas
aceitunadas, seguía sintiendo dolores de parto ante aquel cobarde y demencial
asesinato que es como si hubiera roto en sangre cada año.
La ciudad transmitía desdenes melancólicos al traspasar los umbrales del moruno barrio de la Almacería. Si el alma se detenía en una arista bajo dinteles repujados loados por el mismo Alá, se podían escuchar las lágrimas de Boabdil, el último rey nazarí, al perder la joya más preciada de su corona: Granada, la ciudad siempre rizada de agua y luminiscencia.
Durante años nadie encontró en Alfacar las simientes de Federico.
Aquella noche de terror le acompañaron –no hay nada certero– Francisco Galadí Melga y Joaquín Arcollas Cabezas, dos banderilleros; igualmente el maestro de Pulianas, Dióscoro Galindo González.
La ciudad transmitía desdenes melancólicos al traspasar los umbrales del moruno barrio de la Almacería. Si el alma se detenía en una arista bajo dinteles repujados loados por el mismo Alá, se podían escuchar las lágrimas de Boabdil, el último rey nazarí, al perder la joya más preciada de su corona: Granada, la ciudad siempre rizada de agua y luminiscencia.
Durante años nadie encontró en Alfacar las simientes de Federico.
Aquella noche de terror le acompañaron –no hay nada certero– Francisco Galadí Melga y Joaquín Arcollas Cabezas, dos banderilleros; igualmente el maestro de Pulianas, Dióscoro Galindo González.
Se supone que murió al
alba, de espaldas, a la vuelta de la curva de un camino donde, al escuchar los
sonidos secos de los fusiles, las cunetas y ortigas se volvieron lagrimones de
fuego, y aún con toda su apasionante búsqueda que comenzó en 1955 y siguió
hasta hace apenas dos años, los huesos de Lorca son la historia de un misterio.
Ante todo cuando los familiares del poeta de “Romancero Gitano”, aún encontrando la osamenta, se oponen a
su exhumación. Laura García, sobrina, ha sido tajante: “No vamos a dar autorización para buscar sus
restos”.
Rafael Alberti lo habló en una cierta amanecida: “En esta noche en que el puñal del viento / acuchilla el cadáver del verano, / yo he visto dibujarse en mi aposento / tu rostro oscuro de perfil gitano”.
Rafael Alberti lo habló en una cierta amanecida: “En esta noche en que el puñal del viento / acuchilla el cadáver del verano, / yo he visto dibujarse en mi aposento / tu rostro oscuro de perfil gitano”.
¿A que no me encuentras?
Cierto, ni el torito en
celo, la cabrita mansa, ni la brisa, tampoco la alondra ni el espino: nadie aún
ha podido hallar la osamenta acribillada de rencor montuno.
Retozando como las niñas chicas de Granada al jugar en los patios de claveles y acequias, intenté buscar a Federico. Tarea vana. Escarbé en los arroyos, dentro de los pozos de agua, en las fraguas, e íntimamente, con aprensión, rasgué las ramas de los almendros, y el poeta no estaba.
Lo sabía: sigue correteando con nosotros a la gallinita ciega hasta que le diga su amigo Antoñito Carborio en noche inundada de nanas, que ya es hora de adormecerse en La Alhambra para ser el guardián perpetuo de la luz, las cequias, y retornar al mismo sendero de los inconmensurables rimadores del amor donde todo el tiempo es el mismo espacio de cada ser humano cuando una voz en la prehistoria, tras bajar de un árbol, dijo con presión casi muda: “te amo”.
Retozando como las niñas chicas de Granada al jugar en los patios de claveles y acequias, intenté buscar a Federico. Tarea vana. Escarbé en los arroyos, dentro de los pozos de agua, en las fraguas, e íntimamente, con aprensión, rasgué las ramas de los almendros, y el poeta no estaba.
Lo sabía: sigue correteando con nosotros a la gallinita ciega hasta que le diga su amigo Antoñito Carborio en noche inundada de nanas, que ya es hora de adormecerse en La Alhambra para ser el guardián perpetuo de la luz, las cequias, y retornar al mismo sendero de los inconmensurables rimadores del amor donde todo el tiempo es el mismo espacio de cada ser humano cuando una voz en la prehistoria, tras bajar de un árbol, dijo con presión casi muda: “te amo”.
Lo marcó William
Shakespeare y Federico asumía ese verso perenne volviéndose tumulto abrasador
en sus venas: “O enséñate si quieres,
tiempo anciano: / mi amor será en mis versos siempre joven”.
Cierto: en las esquinas de la Granada agosteña, Lorca no estaba. Pudiera ser que estuviera mojando los pies entre las espadañas del río Darro, viendo los arrullos de la “casada infiel” o la pasión sensual como renace siempre.
El tiempo del amor es y será perenne mientras los ardores del verano, el sudor lujurioso, se abra como abanico reventón que esparce erotismo igual a gotas de escarcha consentida.
Cierto: en las esquinas de la Granada agosteña, Lorca no estaba. Pudiera ser que estuviera mojando los pies entre las espadañas del río Darro, viendo los arrullos de la “casada infiel” o la pasión sensual como renace siempre.
El tiempo del amor es y será perenne mientras los ardores del verano, el sudor lujurioso, se abra como abanico reventón que esparce erotismo igual a gotas de escarcha consentida.
Hace 35 siglos en las
estepas de Uruk, Mesopotamia, el quinto monarca de la ciudad sumeria, cuya
épica amorosa conocía bien Federico al ser uno de los relatos más carnales
dedicado al primer amor con fecha histórica, escribió:
“Mientras la miraba / con
sus arrumacos. / Seis días y siete noches, / Enkidu, excitado, / hizo el amor
con Lalegre”.
La
tragedia del granadino, su muerte irracional, vil, se enlaza con la poesía del
amor incrustado en imperecederos versos universales. Quevedo lo matizó: “Polvo serán, más polvo enamorado”.