sábado, 27 de febrero de 2016

Humberto Eco marchó hablar con Borges


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 Jorge Luis BorgesResultado de imagen de fotos de jorge luis borges
Resultado de imagen de fotos de jorge luis borgesResultado de imagen de fotos de jorge luis borgesUmberto  Eco      Resultado de imagen de foto de Umberto Eco
 

Una vez  llevado el semiólogo milanés Umberto Eco  a los aposentos de Orión, el perenne tabernáculo que traspasa el tiempo con  escultores de humano aliento,  magas afines a Afrodita o Citerea, y un Cervantes dialogando con  Shakespeare al que el caballero de la Mancha  confunde con el dramaturgo Marlowe, la llegada del autor de la “La estructura ausente”,  orbe escolástico iniciático  de sus novelas “El nombre de la Rosa, “El péndulo de Foucault” y  “El cementerio de Praga”, lo arroparon de gozo Descartes, Pascal y   el humanista Montaigne.

Jorge Luis Borges, al que Umberto Eco convirtió  en el “Jorge de Burgos”,  monje ciego en la detectivesca obra medieval colmada de códices, estaba ansioso por hablar con el milanés  de inmortalidades y definirle de cada uno de  los  códigos ocultos  en “Funes el memorioso”.

 Esto nos lleva a una conclusión: leer libros, todos los que se pueda a lo largo de la existencia, es la insuperable receta  que nos abre las puertas del inconmensurable  “Aleph”,  lugar en que la vida se expande hasta el infinito  y la hacemos arrebatadoramente nuestra. 

Últimamente leemos con avidez y  desmedido desorden como si intentáramos recuperar el tiempo disipado, aún a sabiendas de que a cierta edad es exiguo lo que absorbe la mente cansina.

 Si bien no recordamos haber dejado de avizorar un texto, es ahora, con  un  mojón de otoños encima, cuando nos  damos cuenta de lo poco que hemos trillado. La frase de Sócrates: “Solo sé que no sé nada”, posee una certera exactitud en nosotros.

La pasada noche en esta orilla del Mediterráneo inundada de albuferas, marinas níveas,  arrozales, aceite de oliva, aceitunas, vaguadas, marjales, campos de naranjas, cidras y flor de azahar, costas  en la que   venimos haciendo parada y fonda,  volvimos a introducirnos en “La vida de las termes” de Mauricio Maeterlinck.  El ensayista obtuvo  el Premio Nobel de Literatura en 1911 con la obra    “L´Oiseau Bleu” (El pájaro azul).

 Del escritor belga nacido en  Gante, conocíamos igualmente “La vida de las hormigas”, trabajo comparable al de cualquier experimentado entomólogo.

  Boot  de Condillac, filósofo francés creador de la escuela sensualista, decía que  “el secreto del escritor está en saber comprender la armonía”.

El ruso Tchinguiz Aitmatov lo expuso sin dobleces.  Cuando el invierno era inclemente en las heladas  tierras de los kirguises - el grupo de los turcos-mongoles dedicados a la vida pastoril en la Kirguizia Aitmatov escribió un  texto corto llamado “Yamilia”.

La obra es la lucha de un amor, una familia y una tierra. También un poco de ganado y unas duras tareas agrícolas.

En esa época,  Rusia iba desde los Cárpatos a los Urales, con su tundra repleta de duros pinos, fértiles llanuras hacia el Sur abrazando los campos semidesérticos con hombres y animales  famélicos.

Se regresaba a las luchas entre los boyardos, los mujik y los siervos, es decir, la autocracia de los menos sobre los más en los escritos “Padres e Hijos” de Iván Turgueniev. Desde ese entonces el problema es el mismo: líderes que creen tener la solución a los problemas cruciales de los pueblos mientras alrededor todo se hunde.

Hace unos días, intentando sentir el sol invernal que lucia generoso en la arcana rosaleda frente al apartamento en  que moramos, dimos con una caja de cartón enmarañada en unos arbustos. Acurrucada, había una paloma de las que tanto abundan en la zona. La sacamos del fresco  y el ave pareció agradecer los rayos calurosos del sol y levantó su cabeza hacia ellos.  La miré unos instantes y continué el camino.

En eso consiste la querencia. Amad para ser amados, al saber a recuento de la experiencia, que si desaparece un árbol, una flor, un canario, una collareja o un miasma algo nuestro  se desgarra.

No deseo con estas líneas hacer una epístola,  sino recordar cómo las cosas espontáneas y en apariencias pequeñas, nos abren hacia  la trascendencia de nuestros actos más profundos.

¿Por qué  escribí hoy  de libros? Intentaré explicarlo.

En “Cartas desde la Rue Taitbout”, William  Saroyan, después de haber sido un fiero batallador, desea congratularse con los seres más cercanos a él, y así envía misivas a Dios, a un amigo armenio, a su padre y a todos los que le ayudaron de una forma u otra a forjar su carácter no siempre acorde con criterios  heredados de sus antepasados.

Otra obra hacia  la que sentimos un respeto imponente, son las memorias apócrifas del emperador Adriano creadas en la esplendidez de Marguerite Yourcenar. Esas páginas nos obligan a ver desnuda la soledad del poder y encontrar en las acciones de esos seres excepcionales, y siempre trágicos, la genuina catadura moral de la raza humana.

 Y de eso hablan los libros leídos: narran la realidad  con sus aprensiones, anhelos, pasiones, amor y penas hondas. Es decir: la vida tal como es. Sin bambalinas.