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Una vez llevado el semiólogo milanés Umberto Eco a los aposentos de Orión, el perenne tabernáculo que traspasa el tiempo con escultores de humano aliento, magas afines a Afrodita o Citerea, y un Cervantes dialogando con Shakespeare al que el caballero de
Jorge
Luis Borges, al que Umberto Eco convirtió en el “Jorge de Burgos”, monje ciego en la detectivesca obra medieval colmada
de códices, estaba ansioso por hablar con el milanés de inmortalidades y definirle de cada uno
de los
códigos ocultos en “Funes el
memorioso”.
Esto nos lleva a una conclusión: leer libros, todos
los que se pueda a lo largo de la existencia, es la insuperable receta que nos abre las puertas del inconmensurable “Aleph”,
lugar en que la vida se expande hasta el infinito y la hacemos arrebatadoramente nuestra.
Últimamente
leemos con avidez y desmedido desorden
como si intentáramos recuperar el tiempo disipado, aún a sabiendas de que a
cierta edad es exiguo lo que absorbe la mente cansina.
Si bien no recordamos haber dejado de avizorar
un texto, es ahora, con un mojón de otoños encima, cuando nos damos cuenta de lo poco que hemos trillado. La
frase de Sócrates: “Solo sé que no sé nada”, posee una certera exactitud en
nosotros.
La
pasada noche en esta orilla del Mediterráneo inundada de albuferas, marinas níveas, arrozales, aceite de oliva, aceitunas,
vaguadas, marjales, campos de naranjas, cidras y flor de azahar, costas en la que venimos
haciendo parada y fonda, volvimos a
introducirnos en “La vida de las termes” de Mauricio Maeterlinck. El ensayista obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1911 con la
obra “L´Oiseau Bleu” (El pájaro azul).
Del escritor belga nacido en Gante, conocíamos igualmente “La vida de las
hormigas”, trabajo comparable al de cualquier experimentado entomólogo.
Boot de
Condillac, filósofo francés creador de la escuela sensualista, decía que “el secreto del escritor está en saber
comprender la armonía”.
El
ruso Tchinguiz Aitmatov lo expuso sin dobleces.
Cuando el invierno era inclemente en las heladas tierras de los kirguises - el grupo de los
turcos-mongoles dedicados a la vida pastoril en la Kirguizia – Aitmatov escribió un texto corto llamado “Yamilia”.
La
obra es la lucha de un amor, una familia y una tierra. También un poco de
ganado y unas duras tareas agrícolas.
En
esa época, Rusia iba desde los Cárpatos
a los Urales, con su tundra repleta de duros pinos, fértiles llanuras hacia el
Sur abrazando los campos semidesérticos con hombres y animales famélicos.
Se
regresaba a las luchas entre los boyardos, los mujik y los siervos, es decir,
la autocracia de los menos sobre los más en los escritos “Padres e Hijos” de
Iván Turgueniev. Desde ese entonces el problema es el mismo: líderes que creen
tener la solución a los problemas cruciales de los pueblos mientras alrededor
todo se hunde.