jueves, 15 de octubre de 2015

La levedad del ser






EN LA ORILLA RAFAEL CHIRBES








Unos días en el centro de Europa,  caminando a paso de gorrión de casero vuelo  sobre la ciudadela de Praga, entre sombras hendidas de vidas que no llevan al Castillo que matiza de manera recóndita a la ciudad de los alquimistas y la extraña corte de Rodolfo II,  ese barrio de Mala Strana, entre estilos renacentistas y barrocos, la vida recóndita del Golem en los callejones del gueto, y tal vez en mitad del medio, el barrio Josefo y la Plaza Vieja, y muy cerca del Puente de Carlos  el impresionante y trágico cementerio judío, el recuerdo de la estancia languidecida  de Apollinaire en los esplendores y decadencias del imperio austrohúngaro buscando los pasos de  Kafka,  su anhelada  Milena  y el crepúsculo bajo los puentes del Moldava.

Estando ahí, sin haber escuchando  hasta entonces algunas de las embelesadas  Polkas, siempre de moda en Bohemia, entre sauces blancos y un cielo gris plomizo, nos enfrentamos  -más que a unos acontecimientos crueles que representó la historia adolorida, brutal y sangrante  en las dos últimas guerras mundiales en las que tanto padeció la República Checa-  a las palabras  de Milan Kundera en “La insoportable  levedad del ser”, con esas páginas contrariadas entre nuestras manos,  dicho ya el adiós pesaroso  -  quizás hasta pronto, si los días del cercano invierno nos son propicios -  subíamos a un avión que nos llevaría a los  promontorios de la isla de Chipre. Mitad griega y mitad turca.

Sobrevoló los acantilados  del sector turco y emprendió  después, como si cruzara un sembradío de colinas verdes y azules, las pequeñas y grandes islas que forman Grecia. El destino era Roma.

  En  las alforjas  “El camino de los griegos”,  un ensayo de la alemana Edith Hamilton, cuya publicación,  en 1930,  recibió la enemistad de los historiadores helénicos y que hoy es un tratado de los fundamentos de nuestra cultura occidental.  A la par,  llevabo un pequeño ramo de albahaca obtenido en el aeropuerto de Larnaca.

 Equipaje suficiente como soporte de los vaivenes del espíritu.

 Gracia, tal como la conocemos hoy, es la sangre mezclada con muchas otras, y siempre ahí, imperecedera, madre de las raíces insondables de los valores humanos.

Aquellas alianzas en el Peloponeso donde había un Pericles más dios que hombre, permitieron la llegada de un Filipo de Macedonia y su hijo Alejandro.

Eran los tiempos en que en Grecia lo divino estaba vivo, y en las ciudades de los césares nos explicaron la razón del Cosmos.

Zeus, Dionisios, Apolo, Hera, Afrodita y tantos  más, fueron grandes por la llana y  simple  razón de haber sido antes, sobre todo, profundamente hombres y mujeres

Todos somos un poco helénicos  y mamamos la esencia de esa raza. Borges, el ciego de Rivadavia,  lo ha dicho:

“Los griegos contrajeron, nunca sabremos cómo, la singular costumbre de conversar. Dudaron, persuadieron, disintieron, cambiaron de opinión, aplazaron. Acaso los ayudó su mitología, que era, como el Shinto, un conjunto de fábulas imprecisas y de cosmogonías variables. Esas  dispersas conjeturas fueron la primera raíz de lo que llamamos hoy, no sin pompa, metafísica.”

 Ahora sabemos que sin esos conversadores, la cultura occidental hubiera sido  inconcebible.

  Lo mismo sucedería con las palabras huecas y estériles antes de la entrega carnal con las diosas paganas que,  en noches de lujuria,  nos hicieron febriles entre  los abrazos del amor  pasional.

 En Roma la fogosidad se  hizo bacanal, paradisíaca en los frisos de piedra, no en las vías, corsos y calles con  nombres de césares y papas impenitentes.

 Aquel tiempo se hizo exaltación lejana, mientras el actual nos lo recordó Yeats: “Las cosas se desmoronan, ceden los cimientos, la anarquía se desata sobre el mundo”.

Hoy observamos horrorizados la barbarie del actual Estado Islámico  surgido de las cavernas: su crueldad religiosa y un odio a la civilización en los poemas de “La segunda venida”, más  un libro escrito hace un siglo por Robert Hugh Benson, hijo del primado de la Iglesia anglicana y arzobispo de Canterbury, llamado “Señor del mundo” y  de   una actualidad pasmosa,  nos está acercando a una apocalíptica profecía.

 En Valencia del Cid, la ciudad mediterránea donde ahora trasiego mis días languidecidos, se volvió sombra encerrada en recuerdos imperecederos.

Leo, escribo -  ahora un libro realista cuyo autor es Rafael Chirbas. Murió hace unos días apenas a los 65 años. Es sus páginas la crisis económica española, ese golpe seco que aún colea y duele -. Algunas tardes camino. Un corto paseo entre los árboles, los setos y rosales en los Jardines de Vivero que veo con sosiego desde mi ventana.  Siento que es un don que la naturaleza nos ha concedido.

En  la mirada, las vivencias se adormecen, y  la existencia,  si se sabe beberla sin prisa, con sosiego, contiene sortilegios fluidos.

 

 

 

 

jueves, 8 de octubre de 2015

Campos de escarcha




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Salimos al despuntar el alba mediterránea en las cercanas orillas de Malvarrosa y los juncales de El Saler, a una hora temprana en que el mar se hallaba   macerado de un color plateado.

Teníamos una cita pautada hace muchos otoños con el trovador de palabras bruñidas  Miguel Hernández. Lo habíamos leído a salto de mata en nuestra juventud encabritada al tener aún entonces la certeza de que sus estrofas eran ecos de los crecidos poetas, esos que nos  empaparon las carnes de pujanza transmontana.

Y Miguel, el cabrero, analfabeta  incipiente, hizo una  poesía terrosa, cruda, brutal, con palabras arrancadas  al ulular de viento en los peñascos, amasando y convirtiendo en  llameantes bramidos los quejidos de  sus propias  entrañas.

 Ansiaba ver su  vivienda, comprender como un campesino que apenas aprendió las primeras letras y poco más, nos pudo transferir  parte de la mejor  poesía española del siglo XX.

En la casa, de teja árabe a tres aguas, puertas y ventanas en ocre oscuro y paredes claras, de una sola planta unida al cobertizo de las cabras y los  aparejos usados en el campo, vivió el poeta oriolano con sus padres y hermanos, hasta que en un segundo intento de ir a Madrid a dar a conocer sus primeros versos barrocos de tendencia garcilasiana, más un corto regreso para unirse con Josefina Manresa, su novia, no  retornaría nunca más.

Habiendo tomado parte activa en la Guerra Civil leyendo sus poemas en las trincheras, acabada la contienda es detenido y condenado  a muerte, sentencia que es conmutada por treinta años de cárcel. Imposible de cumplir: una tuberculosis acabó con su vida en 1942. Tenía 32 años ya rotos, desencajados, quejumbrosos hasta el tuétano. 

 En cortas líneas poco o nada se puede  decir del autor  de  “Las nanas de la cebolla”, y aún así, su recuerdo será perennemente una afectiva admiración.

 Las nanas nacieron en una celda depresiva tras unas letras conmovedoras a su esposa y su único hijo: “Estos días me los he pasado cavilando sobre tu situación. El olor de la cebolla que comes me llega hasta aquí y mi niño se sentirá indignado  de mamar y sacar zumo de cebolla en lugar de leche. Para que le consueles te mando estas coplillas que le he hecho”.

¿Quién no recuerda en instantes de dolientes murmullos esas estrofas de la mejor lírica posible?:

“En la cuna del hambre / mi niño estaba. / Con sangre de cebolla / se amamantaba. / Pero tu sangre, / escarchaba de azúcar, / cebolla y hambre”.

 Juan Ramón Jiménez leyó “Perito en lunas”, los primeros versos  neogongorinos del juglar. De ellos diría en lírico de Moguer: “Que no se pierda… esta voz, este acento, este aliento joven de España”.

Y el inmenso Pablo Neruda, que conoció a Miguel siendo terrón duro, fue profético: “Pocos poetas tan generosos y luminosos como el muchachón de Orihuela, cuya estatua se levantará algún día entre los azahares de su dormida tierra”.

Ahora, con la brisa de la sembradura y los almendros sin flor, siento una sensitiva evocación cubriendo las páginas que llevo en mis manos. No me duele al leerlas el aliente adolorido. O  tal vez sí.