lunes, 18 de mayo de 2015

Ramas de albahaca




La divina Afrodita



El avión  había despegado de Chipre, sobrevoló los acantilados  de turcos cerca del mar y empezó, como si cruzara  sembradío de promontorios azules, las pequeñas y grandes islas que forman Grecia. El destino era Roma.

  En  las alforjas “Los poetas griegos del siglo XX” de Miguel Castillo Didier. Además unas ramas de albahaca.

 Suficiente bagaje donde llevar los vaivenes del alma.

 Gracia es la sangre mezclada con muchas otras, y siempre ahí, imperecedera, madre de las raíces profundas de los valores humanos.

 No importa que fuera primero  jónica, más tarde de los dorios,  al sentir los griegos, con Atenas y Esparta, la unidad espiritual que los ha mantenido referente de las propias raíces  como pueblo libre.

 Aquellas alianzas en el Peloponeso en el que había un Pericles más dios que hombre, fueron las que al final permitieron la llegada de un Filipo de Macedonia cuya herencia fue sellada en los dorsos divinos  de su hijo Alejandro.

 Más tarde, durante siglos, la vivencia se volvió polvo. Rotas las antiguas alianzas, todo fue fácil en las manos de Roma, la ramera mitológica, naciendo  la leyenda grecolatina de los mitos- casi cuentos infantiles según Voltaire -  marcadores imperecederos de esos otros “mythos” reflectores de nuestra esencia de hoy.

Eran los tiempos en que en Grecia lo divino estaban vivo y en la ciudades de los césares nos explicaron la razón del Cosmos. Y así  Zeus, Dionisios, Apolo, Hera, Afrodita y tantos otros, fueron grandes por la simple  razón de haber sido antes profundamente humanos.

 Todos somos un poco griegos y mamamos la esencia de esa raza. Allí nació una de las cualidades que hizo al hombre pensativo: el diálogo. Sobre  él brotó la filosofía y el aparataje humanístico que nos cubre. José Luis Borges lo ha dicho mucho mejor, cuando unos quinientos   años antes de la era cristiana se dio en la Magna Grecia la mejor cosa que registra la historia universal: el descubrimiento del coloquio.

 “La fe, la certidumbre, los dogmas, los anatemas, las plegarias, las prohibiciones, las órdenes, los tabúes, las tiranías, las guerras y las glorias abrumaban el orden; algunos griegos contrajeron, nunca sabremos cómo, la singular costumbre de conversar. Dudaron, persuadieron, disintieron, cambiaron de opinión, aplazaron. Acaso los ayudó su mitología, que era, como el Shinto, un conjunto de fábulas imprecisas y de cosmogonías variables. Esas  dispersas conjeturas fueron la primera raíz de lo que llamamos hoy, no sin pompa, metafísica.”

 Y... “Sin esos pocos griegos conversadores, la cultura occidental es inconcebible.”

  Lo mismo sucedería con las palabras. El amor  sin ellas estaría hueco,  y los sueños morarían estériles antes de realizar la entrega carnal con las diosas paganas que en noche de lujuria nos hicieron hombres.