viernes, 21 de noviembre de 2014

Callejas y buganvillas










Ciudad imperial de Fez, barrio de los tintoreros



El caminante ha dejado a sus espaldas Tánger y hacia el sur, por campos de chumberas, roquedales y estrujados palmerales, ha llegado a Fez, la más imperial de todas las ciudades de Marruecos.

Nos hospedamos en el Jnan Palace, una atalaya cercana a la sorprendente Medina guardando en sus apretadas callejas a  silenciosos habitantes anclados en la Edad Media, al continuar en ellos laborándose a mano la añeja artesanía y tiñendo el cuero en el barrio de los tintoreros, como se hacía en  tiempos de Muley Edris II, constructor de la ciudad e hijo del primer soberano de la dinastía de  los alauitas.

 Ya es de noche y el aire fresco esparce   un fuerte olor a especies.

Nos acompañan dos  libros: una guía de Berlitz sobre el reino instaurado por Muley Ismael, y  las memorias de una niña en un harén en Fez, escritas por  Fatema Mernissi, Premio Príncipe de Asturias de las Letras.

Ella cuenta, como una Sherezade, para que el tiempo no se haga olvido ni piedra caliza:

 “Nací en un harén de Fez, cinco mil kilómetros al oeste de La  Meca y mil kilómetros al sur de Madrid, una de las peligrosas ciudades de los cristianos. Por alguna razón, decía mi padre, cuando Alá creó el mundo separó a los hombres de las mujeres y coloco un mar entre musulmanes y cristianos. Existe armonía cuando cada grupo respeta los límites de los demás; la transgresión sólo causa pena y desdicha”.

Por Fatema y sus sueños en el umbral, acudí a la ciudad fundada en el siglo IX. Solamente caminé, lo hacía mañana y tarde. En la noche acudía al barrio de los tintoreros a tomar té verde y cenar pichones tiernos sobre una capa de hojaldre, mientras un solitario músico tocaba una especie de guitarra ovalada, instrumento medieval llamado “el-oud”. Poseía un sonido monótono de cuerda igual al  gemido de una plañidera.

Fueron los árabes musulmanes andaluces los que dieron gloria y esplendor a Fez. Es sorprendente. Los palacios compiten unos con otros; éste ofrece grabados en bronces sobre madera de cedro; aquél columnas y ventanales ensortijados. Otro patio enlosado de mármol con hermosísimas piedras de ónix; y fuentes, mucha agua, chorros que al caer de una altura predestinada, parecen canto de pájaros, sonidos de campanas o repiquetear de cantos conventuales en escuelas coránicas.

La urbe, desde 1979,  es Patrimonio de la Humanidad,  y  como ninguna otra  de Marruecos, mantiene, igual a  los arabescos de un minarete, el presente, el pasado y el futuro  engarzados en una marea de tonos pastel y colgantes recubiertos de   buganvillas.

De los profundos pueblos  del Atlas llegan  a este reino jerifiano los campesinos beréberes con sus hechizos para perderse por la Medina salpicada de bruma y olor a especies, siempre al encuentro del mundo bullicioso de comprar y vender. 

El  zoco es una colmena zumbadora donde los alfareros, carboneros, carpinteros, herreros, tenderos, carniceros, sastres, guarnicioneros y aguadores, esparcen sus mercancías en una permanente irisación de luz y griterío en medio de un enredado arabesco de callejones.