Ciudad imperial de Fez, barrio de los tintoreros
El caminante ha dejado a sus espaldas Tánger y hacia
el sur, por campos de chumberas, roquedales y estrujados palmerales, ha llegado
a Fez, la más imperial de todas las ciudades de Marruecos.
Nos hospedamos en el Jnan Palace, una atalaya cercana
a la sorprendente Medina guardando en sus apretadas callejas a
silenciosos habitantes anclados en la Edad Media, al continuar en ellos
laborándose a mano la añeja artesanía y tiñendo el cuero en el barrio de los
tintoreros, como se hacía en tiempos de Muley Edris II, constructor de la
ciudad e hijo del primer soberano de la dinastía de los alauitas.
Ya es de noche y el aire fresco
esparce un fuerte olor a especies.
Nos acompañan dos libros: una guía de Berlitz sobre
el reino instaurado por Muley Ismael, y las memorias de una niña en un
harén en Fez, escritas por Fatema Mernissi, Premio Príncipe de Asturias
de las Letras.
Ella cuenta, como una Sherezade, para que el tiempo
no se haga olvido ni piedra caliza:
“Nací en un harén de Fez, cinco mil kilómetros
al oeste de La Meca y mil kilómetros al sur de Madrid, una de las
peligrosas ciudades de los cristianos. Por alguna razón, decía mi padre, cuando
Alá creó el mundo separó a los hombres de las mujeres y coloco un mar entre
musulmanes y cristianos. Existe armonía cuando cada grupo respeta los límites
de los demás; la transgresión sólo causa pena y desdicha”.
Por Fatema y sus sueños en el umbral, acudí a la
ciudad fundada en el siglo IX. Solamente caminé, lo hacía mañana y tarde. En la
noche acudía al barrio de los tintoreros a tomar té verde y cenar pichones
tiernos sobre una capa de hojaldre, mientras un solitario músico tocaba una
especie de guitarra ovalada, instrumento medieval llamado “el-oud”. Poseía un
sonido monótono de cuerda igual al gemido de una plañidera.
Fueron los árabes musulmanes andaluces los que dieron
gloria y esplendor a Fez. Es sorprendente. Los palacios compiten unos con
otros; éste ofrece grabados en bronces sobre madera de cedro; aquél columnas y
ventanales ensortijados. Otro patio enlosado de mármol con hermosísimas piedras
de ónix; y fuentes, mucha agua, chorros que al caer de una altura predestinada,
parecen canto de pájaros, sonidos de campanas o repiquetear de cantos
conventuales en escuelas coránicas.
La urbe, desde 1979, es Patrimonio de la
Humanidad, y como ninguna otra de Marruecos, mantiene, igual
a los arabescos de un minarete, el presente, el pasado y el futuro
engarzados en una marea de tonos pastel y colgantes recubiertos de
buganvillas.
De los profundos pueblos del Atlas llegan
a este reino jerifiano los campesinos beréberes con sus hechizos para perderse
por la Medina salpicada de bruma y olor a especies, siempre al encuentro del
mundo bullicioso de comprar y vender.
El zoco es una colmena zumbadora donde los
alfareros, carboneros, carpinteros, herreros, tenderos, carniceros, sastres,
guarnicioneros y aguadores, esparcen sus mercancías en una permanente irisación
de luz y griterío en medio de un enredado arabesco de callejones.