viernes, 29 de agosto de 2014

El drama de un país









Caracas teniendo como fondo la cordillera del Ávila

 
 
 
Otra vez efectué un corto  viaje a Caracas obligado por las circunstancias. Retorné más apesadumbrado que en otras ocasiones. El terruño se desmorona a ojos vista. Sentí aprensión y desazón. Angustia.

Intenté  romper la monotonía interior y crear la confianza y el diálogo que siempre existió en el pueblo criollo.

Sucedió en uno de esos restaurantes/piano –bar en la zona de El Rosal, el puntual sector  donde Caracas se divide de una forma casi brutal en dos mitades irreconocibles. 

Creo que en los últimos 30 años nunca pisé ese lugar, aún estando situado a  escasos 200 metros en línea recta de la vereda de Chacaíto, donde intenté morar y escribir de la trashumancia interior.

 En las mesas, entre boleros alicaídos o unos compases sueltos entre Vivaldi y Mozart, aparecía de golpe algo parecido a Agustín Lara o “Contigo aprendí” de Armando Manzanero.

 La mayoría de los hombres – igual a uno - , maduros, algo decadentes y venidos de todas las batallas de la subsistencia, tenían un aire muy “demodé” y esa sapiencia caduca, ramplona y venida a menos.  Entre mujeres de una edad imprecisa, destacaban jóvenes que podían ser secretarias, damas de ocasión o alguna que otra señora de estilo y postín. Un Babel de gustos, pasiones, resentimientos y miedos.

El conserje de los baños, un anciano enjuto de color canela y  mirada suspicaz, un claro exponente de esos mimos de Carlos de Luna… “renegreo y chicuelo; la mirada de gallo pendenciero” por lo mucho que ha visto y escuchado en confesiones envueltas en alcohol en esos lavabos con olor a escupitajos y micción urinaria  – por cuenta de la inconsistente próstata de muchos -  desparramada sobre el suelo.

- Aquí, señor usted, nadie es chavista.

Respondió a una pregunta extraña que los personajes de la alta madrugada solemos hacer, con algunos palos de más  en la sangre, y  cuando la mente se halla a esa hora efervescente y nos  sentimos igualitarios, complacientes o solidarios con un trabajador  que pasa más horas en esa letrina  que en su morada.

Si a esa ahora  del sábado por  la noche sacara una navaja de Esmirna como alfanje turco, cortaría,  igual a un pedazo de lacón o jamón de Jabugo, el aire jadeante, mientras un odio   sin honra se abriría a un drama cósmico, por lo que tiene de incomprensión.

Nos odiamos y no sabemos a fe cierta por qué. Chávez, y ahora Nicolás Maduro,  han traumatizado a los venezolanos. El primero ha sido un encantador de serpientes con las fauces sangrantes y la palabra falsa y mística a flor de boca; el segundo, su  heredero, poco o nada preparado a la hora de enfrentar los grandes problemas  de la nación petrolera.

Un ejemplo es la Guerra Civil Española. Pío Baroja narra aquel drama entre hermanos con una lucidez sorprendente. Sale de España viejo y sin un centavo, y con una  distante perplejidad ante el empeño de los dos bandos  enfrentados los unos a los otros.

Al no tener relaciones el escritor vasco ni con revolucionarios ni con reaccionarios, le pasa  como al murciélago del cuento. “Cuando va con los pájaros le dicen: tú no eres un pájaro. Y cuando va con los ratones: tú no eres un ratón”.

Ese chascarrillo es el drama de la mayoría de todos nosotros, los que siguen  allí y los que estamos fuera de sus fronteras.

jueves, 21 de agosto de 2014

Ciudad de especies, Medina y aromas






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Cuando los escasos ahorros de una persona sin oficio ni beneficio lo permiten  - escribir  no es una labor, representa el aliento de seguir vivo -  salgo del levante frondoso de la huerta valenciana hacia el sur peninsular español, cruzo el estrecho y recalo en Tánger como primera pausa en Marruecos. Luego tal vez Casablanca y,  de regreso,  visita pausada, anegada de olores, inflamado bullicio que surge incandescente  en mi zoco preferido de Rabat-Saleh.

Tánger tuvo fama de ser urbe de los cónsules más renombrados de la  Sodoma intelectual a partir de los años 30 del pasado siglo, cuando la existencia asumía el vaho apasionado ceñido en lujuria, noches interminables de largo satén, alcohol achampanado, humo morfinómano, sexualidad sin freno y amores quebrados y tardíos.

Durante ese tiempo Paul Bowles fue el sumo sacerdote de una religión cuya piedra de los sacrificios tenía incrustada la carne de un jovencito de piel canela y un mar de venas pasionales que el escritor bebía hasta la embriaguez total.

Allen Ginsberg, Tennessee Williams, Jean Genet,  André  Gide, Cecil Beaton, Gore Vidal, Haro Ibars y una legión de bohemios, abandonaron la posguerra de Europa para ir al encuentro de las vaporosas alucinaciones  del al-Maghreb.

Y eso es Tánger, lugar en que sopla el siroco de los aromas, y sus calles, palacetes, hoteles, Zoco Chico y Grande, la propia  Alcazaba y esa bajada por la Gran Mezquita camino del  puerto, esparce en el aire un sabor a quif invitando al misticismo.

Sería un desliz decir que ciudad es lujuriosa en sí misma. Se sabe que algunos de esos escritores, artistas o simples vividores, llegaron a ella en busca de droga y efebos en flor, después se enamoraron de Tánger y crearon pasmosas  remembranzas.

Si el viajero anhela darse cuenta, sería suficiente acudir al antiguo museo de la Delegación Americana, al final de una zona rayando en lo inmoral y en uno de los lugares con sabor a tiempo inmemorial de la Medina, la calle Es Siaghin.

La mansión contiene retazos de finales del siglo XVII, y en sus salas se localizan pinturas, grabados, fotografías, esculturas, litografías y recuerdos de aquellos creadores (Paul Bowles dispone de una habitación para él solo) que hicieron de Marruecos, y especialmente de esta zona del Rif, la expresión del arte envuelto en fogosidad desmedida.

En la metrópoli  predominaba el castellano – hoy venido a menos -  sobre el francés. “Hola, buenos días” se escuchaba más que “Bonjour” hasta en las angostas callecitas, el terminal de autobuses, y en cualquiera de las tiendas o cafés del boulevard Pasteur, lugar en que la gente se limitaba  a observarse unos a otros. Era el pasatiempo preferido de la ciudad internacional.

Finalizado el conflicto bélico de la Segunda Guerra Mundial, ese “juego” terminó. Quedaron los recuerdos, páginas literarias inolvidables, querencias furtivas, jovenzuelos adoloridos y cansados de hastíos afligidos.

Los que atravesaron como una luz que no cesa ese tiempo tangerino subliminal y único,  lo supieron bien: La ciudad contenía una dádiva sagrada hoy convertida en pasado insondable.

Se coexiste de muy diversas maneras, y solamente las evocaciones cinceladas en descachados bares y clubs alicaídos, aún otean el viento sandunguero de una ciudad de Tánger que durante  tres décadas se la juzgó imperecedera y tan  eterna como las aguas del Estrecho. 

Ébola y pandemias




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 Es tan cierto como la de la luz del día: los seres humanos van y vienen, pero el planeta permanece. Desaparecerá dentro de unos cinco mil millones de años, cuando el sol se  convierta en una estrella enana blanca   si antes no se autodestruye, pero en ese tiempo no habrá ni un rastrojo sobre la faz de la tierra. 

Quizás, con suerte, nuestros descendientes habiten en otra galaxia, y la vida tal como la conocemos estará  formada por microprocesadores conectados directamente con el cerebro.  ¿Habrá amor, molestias y lágrimas? No es certero.  Será una sociedad reducida a números, y el individualismo, totalmente aniquilado.

Deberíamos  leer nuevamente  a Orwell  y Huxley para comprender los brotes virales que nos asolan, procedentes de la gripe porcina u otras mutaciones desconocidas.

 El  planeta azul es frágil ante las pandemias y estas  han diezmado de forma alarmante a poblaciones enteras. Recordemos de pasada la “peste negra” en el medioevo, pero más cerca la llamada “Gripe española” aunque brotó en Estados Unidos en 1918 recién finalizada la I Guerra Mundial.  Dejó miles de muertos.

Dice la mitología que cuando Pandora abrió la caja prohibida, todas las calamidades se esparcieron por el mundo. No obstante, cercano  al cofre del dolor,  permaneció la esperanza que, en el caso de las enfermedades, son todo tipo de curas: sueros, vacunas y drogas.

A lo largo de los lapsos humanos han existido epidemias desastrosas, pero las que han recaudado mayor cantidad de vidas han sido: paludismo, viruela, cólera, tifus, fiebre tifoidea, tuberculosis, peste bubónica, fiebre amarilla, ahora el ébola y  el Sida.

 En caso concreto del  Ébola, la Organización Mundial de la Salud ha decidido aumentar el nivel de alerta sanitaria en diversos países de África.

Para determinar el nivel de gravedad, se basa en varios criterios: enfermedad desconocida; un potencial de propagación capaz de traspasar fronteras; puede producir altas tasas de contagio e incluso de mortalidad; ser capaz  de cambiar los viajes internacionales y el comercio mundial, y que se haya originado de forma accidental o deliberada.

La gripe porcina no había  dado demasiados quebraderos de cabeza a los humanos, al ser un virus como la mayoría de los de la gripe corriente: muy contagioso, pero no mortal si es tratado a tiempo.

Distinto es, como en el caso actual, la neumonía asiática, gérmenes que tienen una agresividad terrible y,  a cuenta de los rápidos transportes existentes,  pueden llegar en horas al lugar más lejano del planeta.

El terror actual es el Ébola. Todos le temen. Vemos con pesadumbre como algunos españoles que vienen haciendo trabajo de solidaridad en las naciones africanas están sufriendo el mortal estrago.

 Es casi seguro que los laboratorios conseguirán una vacuna que ataje de raíz el Ébola – en Estados Unidos hay claras esperanzas - ,  y mientras eso sucede, es necesario tomar las precauciones más apremiante, entre ellas, cerrar las fronteras de países enteros, y ayudar con todos los medios posible y un poco más, a esas naciones que padecen el peligrosísimo mal.   

sábado, 2 de agosto de 2014

Otros sudores






Cementerio de Ceares en Gijón, Asturias

El mar Cantábrico está algo  cerca,  allá, en las laderas de Somió, es veraniego, caliente y hay un penetrante olor a salitre venido de las algas de sus rocas. El cielo, de un  gris ceniciento, es el de mi tierra astur. Nos conocemos, y el saludo se hace sin  palabras, con un templado gesto.

En  la parte vieja del cementerio entre un camino estrecho de enjutos cipreses,  siento venir la  esencia trasparente  de madre. Cuando presagia mi presencia, comienza a zumbar  unas estrofas de arremolinadas  que amainan mi espíritu. Es el viejo saludo. Su  melodía habla de apego, celada,  y  de que estará allí siempre esperando.

 Al  sentir mi presencia, vuelve la cabeza, mientras deja entrever en la juntura de los labios una sonrisa mohína.  Hay un penetrante sabor a heno seco y harina de maíz descachada.

Me comenta, casi sin haber podido sentarme a su lado,  de Carmen María, la muchacha soterrada a su lado y que un gañán cosió a puñaladas.

María  era una joven a la que el único hombre que tuvo de verdad y le marcó las entrañas, un mal día la zurció  con una navaja. Vino a la  necrópolis en pedazos, y madre, con estoicismo, usando   hierbas medicinales de los campos vecinos y los pocos conocimientos de anatomía que aprendió en la Guerra Civil, fue reconstruyéndola de nuevo. Ahora  vuelve a cimbrear entre los nichos y  más de un muerto se desespera. Tiene un amor silencioso, un militar muerto en duelo de honor, pero él solamente atina a mirarla y a lanzar suspiros como si los canalillos  de su espíritu  temblaran de querencia.

 Infortunadito el hombre, comenta madre. Desmedida edad para la muchacha, no puede controlar su ánimo y éste se le sale del cuerpo nada más verla. Ella está sola y sacudida, pensando siempre en aquel  mal  soplo que la encerró en esta parte de las sombras, mientras el guerrero suspira sus cuitas. Habla de él.

  - Jamás he visto que viniera a verlo nadie. Al principio, hace de esto mucho tiempo, una  dama de mediana edad solía llegar con  un ramo de rosas y colocarlas sobre la losa. Un día dejó de venir y las últimas ternuras en flor  terminaron  también convertidas en polvo y olvido.

Tal vez madre no sepa que el amor es una fruta  que el tiempo disipa.

Le insinúo, con el deseo de romper la crudeza del silencio,  que el militar es de su misma edad y le puede ayudar a calentar la tumba. En seguida  corta: “El hombre  presumiblemente necesite otro cuerpo donde  calentarse, pero a la mujer le sobra con sus recuerdos. Yo los he tenido y llenan cada una de  mis horas de aislamiento. Y algo cierto: ya no soportaría otros sudores que no fueran los míos".

Ahora el olor de los labrantíos del campo inclinado  hacia el barrio Llano del Medio, en Gijón, es cada vez más cercano.

Se acrecentó el viento y los árboles se han  enmarañado en las inclinadas laderas. En este instante,  si cerrara los párpados,  sobre el mijo y la mazorca  vería correr mi perdida niñez, la misma que aún perdura entre los surcos de la piel  cuarteada.

 ¡Campos de mi infancia en los senderos de Ciares!  Sin ellos saberlo guardan la borona que con leche recién ordeñada  ponía madre sobre la mesa de madera estrujada de lejía, y hoy, media vida larga después, al desgranar esas nostalgias, siento el arcaico anhelo  del hogar  disipado entre  brumas y añoranzas.